Pinturas y esculturas de Antonio Krell, c1991 - 2011
Texto para el libro "Antonio Krell" publicado por la galería Artespacio
¿Qué lleva a un
hombre a pintar? ¿Qué lo lleva a ser artista? Nada que podamos determinar
en términos prácticos, para empezar. Ser pintor, ser artista no es
objetivamente útil hoy en día, hay actividades que reciben mayores privilegios
y reconocimiento en nuestro modelo de desarrollo. Es cierto sí que un buen
número de protagonistas de este modelo vienen adquiriendo obras de arte, ya sea
como inversión, para decorar sus espacios, o –lo más interesante– para iniciar
una aventura intelectual, de tal manera que la pintura tiene su momento de
coyuntura con el desarrollo, aunque este acontecer es todavía más azaroso que
constante.
Pintar es
así, necesariamente, un oficio con destino heroico, y quien ose asumirlo
merecerá de sus cercanos tanta admiración como reservas, cuando no
conmiseración. Muchos pintores desarrollan entonces otro oficio, a veces
cercano, a veces divergente, para dejarle a la pintura un espacio libre en sus
vidas, para no depender de ella –o para no responsabilizarla de las tareas de
la dependencia, más bien. Visto con ponderación, esta doble actividad
representa una nueva osadía, pues largo sabemos de las complejidades de servir
a dos señores, en cuanto está escrito que “yo, Yaveh, tu
Dios, soy un Dios celoso” (Éxodo 20, 5), asunto que no dirime la
disyuntiva posterior “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de
Dios” (Lucas 20, 25). Por último, Robert Rauschenberg, artista vanguardista y
uno de los padres del pop art sentencia, a comienzos de los ’60, que “ser
pintor significa hallarse en ruptura”. De tal manera que ser pintor y ser
ingeniero, por ejemplo, supone un paralelismo nada fácil de sobrellevar.
Viene así
al caso agregar acá una distinción fundamental entre el pintor ‘de fondo’, por
más que ‘paralelo’, y el ‘pintor de domingo’ o quien dedica parte de su tiempo
a este ‘hobby’ como tal –como pasatiempo–, y ella es que por lo general entre
estos últimos la tensión, el stress de pintar no se manifiesta. Sin desmedro de
sus buenas obras, se distinguen de los pintores de fondo en que nada está
resuelto para éstos, artísticamente hablando, en que el trabajo en el taller
está siempre pendiente, en que la ansiedad por pintar es visceral y congénita,
en que la pintura es una obsesión. La obsesión por pintar como la obsesión por
lo pintado: el tema es consustancial con la práctica, resolver un retrato o un
desnudo o un paisaje o un conjunto de objetos, resolver una escena cuando no
una trama gestual o un juego de planos intersectados, comprometen el espíritu y
el oficio, comprometen la mente, el corazón y la mano.
Hay en fin
un estado de crisis recurrente en el artista, quien, dislocado del sistema,
queda situado a medio camino, a modo de médium, entre lo que ocurre y el
espectador. El artista percibe los intersticios de las cosas, de los hechos, y
los hace tangibles a través de su obra. Nunca literalmente pues lo suyo es la
metáfora y no el panfleto, mas esta metáfora pasa inevitablemente por su vida,
que la modula. El pintor acá pinta lo ajeno pintando lo propio; desde las
primeras pinturas rupestres hace de intermediario entre el hombre y las fuerzas
inmanentes, a través de su acto artístico, a través de su huella, de su estilo.
Y a través de su temática, por cierto.
Antonio Krell es un
pintor de fondo, en paralelo a su actividad como ingeniero y empresario. Su
vocación temprana debió resolverla en conjunto con las demandas de una vida en
la que pronto incidieron circunstancias afectivas como un matrimonio y una
familia. Estas vivencias personales así como su desarrollo profesional y la
paulatina construcción de su visión de mundo se involucran, sea como fuente o tamiz,
en su obra artística, y lo hacen siempre desde el interior del bien y del mal,
sin soslayar sus innumerables facetas.
Son muchos
los énfasis que han venido movilizando la vida de Antonio Krell confiriéndole
la ubicuidad que le permite empeñarse con soltura ante Dios y ante el César: nacido en Ecuador como hijo menor de inmigrantes
judíos que alcanzaron a huir a tiempo de la tardía persecución nazi en Hungría;
alumno de un colegio liberal, ya en Santiago, donde recibe formación de
profesores republicanos españoles, también huidos de la represión nacionalista,
y entre los cuales destaca el pintor José Balmes; acceso más tarde al
vespertino de la Escuela de Bellas Artes bajo la guía de la pintora Gracia
Barrios, esposa de Balmes, en paralelo a sus estudios de Ingeniería en la
Universidad de Chile, para luego seguir posgrados en Europa combinados con
estudios de vitral y mosaico; construcción de una familia y de una carrera
profesional ocupando los más diversos estamentos de los más diversos rubros de
la actividad empresarial, a cambio de veinte años sin pintar (c1970-1990); irrefrenable
retorno al arte para perseverar en su ejercicio hasta hoy.
Una
biografía siempre en tránsito que asume compromisos pero no se apega, permite
mantener la vitalidad en todos sus emprendimientos; la factibilidad de dejar
las cosas deviene en el valor de conservarlas.
Desde inicios de los
’90 Antonio Krell pinta mucho pero muestra poco: expone recién el año 2000
en Montecarmelo, en forma individual, y posteriormente participa en 2003 en la
VII Bienal de Arte Contemporáneo de Florencia, donde por lo demás obtiene un
premio. Interesa esa reserva mantenida durante tanto tiempo de una obra que
sólo podemos conocer ahora gracias al presente libro; no sólo los trabajos
figurativos de solvente factura agrupados al comienzo de “Figuraciones”, sino en
particular las pinturas expresionistas de aquellos primeros años de la década, reunidas
hacia el final de “Figuraciones” y en gran parte de “Quimeras”. Obras que
lindan con el desvarío, que interpelan el drama cotidiano de las relaciones
humanas exacerbando la caída y exaltando luego la fuga onírica en pos de
conciliar –ya que no conjurar– los imposibles, antes de remitirse a barrer las
cenizas de tanto fuego fatuo. Pinturas que son así escarnio a la vez que
reivindicación de los actos fallidos. Azules que entornan la volubilidad y
amarillos que estigmatizan el oprobio. En estas piezas Antonio Krell va
registrando su testimonio de crisis sucesivas, para luego continuar pintando
que la vida sigue y cambia y vuelve a cambiar, como la pintura.
En un
momento dado, más de un siglo atrás, Wassily Kandinsky se había percatado que
la “necesidad interior” que por sí sola inspira el arte lo iba alejando
paulatinamente de la representación figurativa. Krell coincide con este
sentimiento y observa con atención la evolución del pintor ruso a lo largo de
sus series “Composición” (desde c1910), procediendo con su propia serie de
“Peces” y luego “Transiciones” a desarrollar la abstracción del movimiento. El
desglose de esta etapa es ágil y prolífico, con el plano intervenido
asertivamente por el trazo y la mancha surgidos del gesto corporal y
transmutados en signos que vivifican territorios insondables. Las series
“Génesis” y “Cosmos” exacerban estos ejercicios hasta culminar desintegrando el
horizonte, en tanto “Isla Cortés”, sin dejar el tachismo expresivo, se repliega
a lo tangible, a los árboles y bosques de este territorio canadiense de la costa
del Pacífico. El artista alcanza su epifanía: no va abandonar más la
abstracción aun cuando desarrolle con la misma intensidad temáticas
figurativas.
Con la
serie “Par” adscrita al final de “Quimeras” por su afinidad temática, Antonio
Krell vuelve a abordar la relación de pareja, dejando esta vez que sea la
materia la que aporte los énfasis de comunión como de tensión implícitos en
estos complejos vínculos. Este recurso pictórico coincide con un trazado más
anguloso de las formas respecto a la soltura elipsoidal de las abstracciones
previas, estableciendo un tratamiento que empezará a acompañar casi toda su
obra sucesiva e, incluso, su escultura en cerámica gres.
Un
paréntesis formal se abre en el desarrollo de la serie siguiente, “Genocidio”,
donde el registro de las figuras es más fidedigno en función del contenido. La
Shoah, el Holocausto, es un tema recurrente de la sociedad contemporánea y lo
seguirá siendo en tanto la factibilidad de su repetición esté latente, algo que
comprobamos día a día en distinta medida y a todo nivel, cuando diversos grupos
humanos se proyectan descartando cualquier opción que no sea el exterminio del
otro. En este sentido, pareciera que las dramáticas interpretaciones de la
espera y la consumación de las ejecuciones en estas pinturas de Antonio Krell
trasladaran su discurso a nuestro tiempo, algo que se reafirma por la semejanza
temática con la serie inmediata y de largo aliento “Seres blancos”.
En “Seres
blancos” Krell no sólo aborda directamente el conflicto de la tolerancia entre
los seres humanos, sino se extiende a todos los ámbitos sociales donde la
confrontación es el medio de resolución de los problemas –¿hay alguno donde no
lo sea?–, desde las relaciones interpersonales hasta las controversias
ideológicas, desde las diferencias económicas hasta los conflictos de género. Exhibida
en Artespacio en 2007, la serie despliega una sucesión rica en soluciones
plásticas, variedad de formatos y experimentación sistemática de la
composición, multiplicando las opciones de la armonía formal en contrapunto con
la desarmonía argumental que representan. El proceso evoluciona paulatinamente
hacia una nueva abstracción que termina por desintegrar a los “Seres blancos” y
dar paso a “Composiciones” preeminentemente abstractas de planos sólidos y
figuras densas, por más que ágiles, que acompañan a Krell desde mediados de la
década del 2000 hasta hoy, y las que coinciden con su incursión en la escultura
en cerámica gres.
Incorporado
al prestigioso taller Huara Huara que dirige Ruth Krauskopf, Antonio Krell se
da la oportunidad de moldear en la sensualidad de la greda tanto sus “Seres”
como las “Composiciones” que denomina según su fuente de inspiración –Maya,
Nepal–, y asimismo de especular con las veleidades de la pigmentación y el cocido.
A modo de trazos tridimensionales, los segmentos de materia se adicionan hasta
constituir volúmenes inquietos que seducen por lo táctil, cual si fueran
pinturas para ciegos, tanto como por su asertividad volumétrica.
A partir de
2006 y hasta la fecha, Antonio Krell se ha abocado a la pintura de parejas en
trance sexual en una sucesión de series que titula “Erotika”. Un tema
ligeramente incómodo en el contexto de una sociedad que se quiere conservadora
en estos asuntos en público, mientras es invadida en privado por la
exacerbación erótico pornográfica on-line. Las series de Krell, por el
contrario a esto, son intuitivas antes que clínicas, extáticas antes que explícitas,
y se desglosan desde la exploración curiosa antes que del agotamiento del
manual de posiciones. Se sustentan en el encuentro natural y complementario de
la pareja y en asumir la libido como un atributo humano cuyo problema no es
tanto su intensidad como nuestra inveterada torpeza en admitirla y conducirla.
El
tratamiento pictórico sigue acá los procedimientos del empaste y la densidad de
planos, tramos y trazos, habituales en el pintor desde una década atrás, en
tanto las figuras se abordan a veces segmentándolas e interactuando con sus
fragmentos y otras construyendo volúmenes continuos intersectados por recortes
o intervenciones gestuales. Con este lenguaje Krell desarrolla diversas series
que pronto empiezan a incluir dúos a partir de una misma escena modificada, y
que luego multiplica empleando reproducciones con intervenciones digitales
sobre las cuales vuelve a pintar o, como sus últimas piezas, que imprime
directamente desde el archivo digital y genera ediciones numeradas a la manera
del grabado tradicional. Pero más allá de la manufactura directa o la
experimentación digital que emplee Antonio Krell en estas obras recientes, al
devolver la mirada a sus “Quimeras” de los ’90 y, más recientemente, a
“Genocidio” y “Seres blancos”, donde las crisis del individuo y la pareja son
sucedidas por crisis sociales a todo nivel, podemos encontrar en la serie
“Erotika” el rescate de al menos uno de los espacios donde aún permanece
latente la posibilidad de empatía entre los seres humanos.
Mario Fonseca
Santiago, junio 2012