El trashumante



Texto para la
exposición "La ciudad y los sueños" de Jorge Brantmayer en la sala Amigos del Arte

Los caminos de la tierra son vastos y ajenos, como las cañadas que recorren los trashumantes ibéricos en el cíclico traslado de sus ovejas de las dehesas de veranada a las de invernada. Las antiguas rutas trashumantes se establecieron cuando el territorio tuvo un perímetro, por amplio que éste fuera; los samburu de Kenya continúan arreando sus vacas, ovejas y cabras por los áridos territorios al norte del Ecuador, en tanto los selknam deambularon hasta un siglo atrás por las nevadas planicies de Tierra del Fuego, siguiendo guanacos para cazarlos. Una vez que cruzaron el Estrecho de Magallanes y éste se volvió infranqueable, dejaron de ser nómades para hacerse trashumantes, hasta que, seis mil años después, se encontraron con los cercos levantados por el hombre blanco, quien los acosó hasta extinguirlos. Hoy en las grandes estancias patagónicas suben y bajan los piños de ovejas con cada verano e invierno. Al llegar el frío, los arrieros quedan aislados en sus puestos, pero ha surgido un nuevo trashumante que traza sus recorridos de puesto en puesto, ofreciendo conversación a cambio de techo y comida. En las grandes ciudades, los trashumantes por excelencia son los homeless.
Un fotógrafo que recorre las ciudades del mundo registrando a sus transeúntes oficia también de trashumante. Por más que no vuelva al mismo lugar sino muchos años después, retorna siempre en pos de la identidad del ciudadano que lo habita o del forastero que lo transita. La necesidad de seguir el ciclo de los pastos es semejante a la de pesquisar los florecimientos y sequedades de las gentes de las calles, de sus ilusiones y fatalidades en las que reinciden periódicamente. De este modo, el fotógrafo trashumante percibe los actos trashumantes de sus personajes y se urge en registrarlos, toma sus cámaras sin más razón que instinto y acomoda el presupuesto para emprender el viaje. Sin proponérselo mayormente descubre amantes furtivos en los parques, ejecutivos asoleándose al mediodía, homosexuales del brazo en el limbo. Al recorrer sus imágenes, se reconoce a la cabra ahíta que aportará la leche para alguna ceremonia, o el cadáver aún palpitante del guanaco, flechado por su carne y su piel. La vida y la muerte se cruzan por doquier en las calles, en los subterráneos, en los restaurantes, en los museos. El amor y el dolor asoman en cada esquina, bajando las escalas, contra un muro o sobre un banco. Pero es el horror, el horror loci, lo que moviliza el periplo.

No hay traducción al castellano en una sola palabra del término inglés “homesick”, que no sea nostalgia por el hogar; tampoco existe la de su contrario, que sería la repulsión al hogar, el horror loci. La saturación del entorno inmediato mueve a partir; el ahogo, la muerte cotidiana que representa una evidencia reiterada, finalmente desespera y expulsa a migrar. La huida tiene de libertad pero también de autocompasión, pues si en el viaje se lleva una cámara, el registro terminará siendo de quienes, en los distintos lugares visitados, o no han requerido trasladarse o han sido incapaces de hacerlo, o de quienes huyen con uno. No obstante, migrar es una opción móvil contrapuesta a las seguridades de lo establecido. Martin Buber, citado por Bruce Chatwin, habla de la tradición de la fogata enfrentada a la de la pirámide; del desplazamiento frente a la permanencia. Chatwin, el último nómada, recopiló frases alusivas a su obsesión que iban desde Pascal (“Nuestra naturaleza está en el movimiento; la calma completa es la muerte”) hasta los beduinos (“Los asaltos son nuestra agricultura”). Sin embargo, en la ubicuidad contemporánea, el sentido del traslado se confunde y uno termina intuyendo el engaño de moverse sin ir a ninguna parte, o, peor aún, de terminar yendo a los lugares prefijados por quienes detentan los poderes del nuevo eufemismo imperial, la globalización. Hoy los destinos pueden seguir cambiando, pero las identidades tienden a homologarse. Ulises termina navegando con Penélope de pasajera.

Será entonces que la trashumancia trasciende su sentido; viajar nada más que por el desplazamiento, sin importar la causa ni el destino. Y tomar fotos. Prevalece la compulsión del desasosiego; las calles se caminan cámara en mano a la caza del incauto sorprendido in fraganti en su negocio particular del instante de la toma, cualquiera sea éste. La identidad se manifiesta en lo nimio, en lo casual, incluso en lo ausente. La curiosidad es tan naïve como el acontecimiento y el registro resulta preeminente al análisis; toda vista es válida porque es extraña al fotógrafo y la reiteración se sustenta en su carencia de arraigo, en la escisión de sus raíces, en la lejanía del hogar. Mas los sueños son los propios, transmutados en los rostros de la ciudad de turno; cada situación se convierte así en una vivencia pendiente, o quizás evocada, pero finalmente personal. Hay poses que delatan a un interlocutor prohibido, hay escenas que restablecen temores ocultos y los exorcizan, hay miradas que afirman un anhelo postergado, aunque sea para postergarlo una vez más. Hay biografías, en fin, que se despliegan en un disparo fugaz, para reemplazar la del obturador. La nostalgia sobreviene por lo intuido en ese efímero presente, y no por lo vivido en aquel pasado que ha proscrito el viaje. Pero el trashumante retorna a su valle.
Jorge Brantmayer ha hecho una vida asertiva que lo sobrepasa lo suficiente en lo profesional y familiar como para instigarlo a desplazarse en lo personal. Viaja entonces a tomar sus fotos fuera de Chile y cuando regresa y las muestra titula sus exposiciones La vida está en otra parte o La ciudad y los sueños. Nada de esto es premeditado, por cierto, y en ello radica la virtud intuitiva del fotógrafo trashumante, que dispara la escena una fracción antes de entender de qué se trata, así como el arriero muerde una brizna de pasto al azar y recién entonces descubre que ésta guarda el relato sobre el valle que viene. Por más que reiterados, los recorridos trashumantes movilizan aptitudes latentes que permanecen inhibidas en la residencia cotidiana; no obstante, y al igual que el pasto que holla su paso y arranca su piño, el trashumante necesita la inercia del repliegue para reponer estos atributos y el ahínco que los despliega. El fuego será más largo, el mate lo compartirán los niños, la manta envolverá dos cuerpos. Hasta que despunte otra mañana de otoño y la vista se levante de nuevo más allá del horizonte.

Mario Fonseca
Quellón, agosto 2004