Sturm und Drang, tiempo más tarde


Renzo Vaccaro - still de video Cucao 2013
Texto para la exposición de profesores de la Escuela de Arte de la Universidad Católica de Temuco


No es precisamente algún racionalismo inhibidor lo que generaría la reacción liberadora de la subjetividad personal y las emociones que se manifiestan en esta exposición, sino justamente la ausencia de cualquier racionalismo o, más bien, la pérdida de toda fe en la razón –bien valga la paradoja. Con los discursos agotados y sus emisores conmovedoramente perplejos ante la indiferencia, con las esperanzas perdidas frente a la percepción de la amoralidad de los poderes que las administran, con la evidencia de la vocación irrevocable de la tecnología por el control del individuo y su codicia por los beneficios de la guerra, no le queda al ser sensible sino remitirse a la introspección y emitir una que otra señal en beneficio de la duda.


Más allá de coincidir en la formación en Arte de los alumnos de la Universidad Católica de Temuco, resulta sugerente encontrar en este grupo de expositores un vínculo inmanente con el movimiento Sturm und Drang de la segunda mitad del siglo XVIII. Esta corriente esencialmente germana surgida como respuesta al racionalismo de la Ilustración, incluyó escritores como Johann Wolfgang von Goethe y Friedrich Schiller junto a compositores como Josef Haydn, Wolfgang Amadeus Mozart y tres de los hijos de Johann Sebastian Bach, particularmente en sus composiciones en tono menor. Sin embargo, la claridad de aquel movimiento como contrapartida a la estrictez conceptual y los arquetipos estéticos de su época se remite hoy apenas a una anhelada referencia frente a la entropía de los conflictos que vivimos, donde el artista solo puede aportar su pregunta impertinente si es capaz de sortear primero el nihilismo al que lo conduce la sociedad.


Importa entonces cómo estos nueve autores de contenidos, lenguajes y medios tan diversos, que desarrollaron sus trabajos en la privacidad de sus talleres y con escaso intercambio entre sí, coinciden en proyectar la voz de su disidencia por medio de paisajes inexistentes (Cravero), impensados (Fonseca) o traspuestos (Vaccaro), de un altar apócrifo (Mellado) o un políptico del despojo (Torres), de la sensualidad introvertida (Pérez) o la extroversión de la dureza (Lagos), de un retrato inaprehensible (Guíñez) o un sofá hostil a fin de cuentas (Gallardo). En los tiempos que corren el quehacer del arte se ha convertido en una suerte de tautología, pues sus propuestas se ven remitidas una y otra vez al vacío que apuntan resolver y del cual parecieran no saber sustraerse. No obstante este contexto en el que todo vale y nada cuenta, el sentido perdido bien puede estar esperando al rayar el nuevo día, de tal modo que vale la pena levantarse temprano e intentar la próxima obra.

Mario Fonseca 
Temuco, noviembre 2013

El archipiélago de Pablo Ferrer




Texto para la exposición "Islas" de Pablo Ferrer en la Sala de la Universidad Mayor, Temuco

Las pinturas de Pablo Ferrer son a la vez un homenaje y una zancadilla a la propia pintura y a su venerable Historia. Partiendo de la base de que toda pintura –y toda obra de arte– no es más que una ficción, en la cual la representación jamás podrá ser exacta en las medidas, fidedigna en los rasgos y cabal en el sentido de lo que representa, este artista se permite jugar en los intersticios del conflicto al amparo del espléndido camuflaje que le aporta su inveterada habilidad técnica y cierto afecto por el embelesamiento del prójimo. Sus obras, en el primer contacto con ellas, siempre han sorprendido, despejando el terreno para avanzar en la instalación de la subjetividad en la mirada del espectador aún encandilado por los efectos. Pero una vez ganado este espacio, el discurso subyacente se erige en el interior de dicho espectador y hace suyo el territorio de su percepción, dando inicio a una serie de inquietudes cuya primera evidencia es una suerte de incomodidad: ¿Por qué esto? ¿Por qué tan grande? ¿Es una maqueta, ya que se nota la manufactura de los elementos? ¿Qué hacen esos objetos reales junto a estos juguetes? Y en los videos, algo semejante: ¿De qué está hecha esa taza?

A lo largo del tiempo, la pintura figurativa fue pasando del conjuro a lo simbólico, de la representación a la alusión. Hoy suma todas las tradiciones y las cuestiona, las critica, las recicla o las reivindica, y va construyendo así a su vez una nueva tradición. Sin embargo, surgen en este proceso instancias imprevistas por los interlocutores convocados, en que las preguntas de hoy encuentran respuestas que han esperado en el tiempo el momento de ser consultadas, como la taza de Zurbarán, por ejemplo, que vino a aportarle un punto de partida a Pablo Ferrer, tal como en su momento se lo debe haber dado a Giorgio Morandi. Es más, quizás Francisco Zurbarán también dejó latente a su joven Jesús hiriéndose con una espina ante la apesadumbrada mirada de María para que Ferrer lo evocara en el desangramiento de la taza en su video, quién sabe. No está demás recordar que una década atrás Rubens ya le había permitido a Ferrer reinterpretar su Rapto de las hijas de Leucipo a tamaño real...

El conjunto de obras que conforman la muestra "Islas" de Pablo Ferrer, cual archipiélago disperso en la sala, incluye pinturas de faenas en terreno y una demolición, impresiones digitales con fragmentos de paisajes, y tres videos dispares entre sí. Desde un solo autor podemos apreciar distintos soportes, técnicas diversas y énfasis particulares para desarrollar una persistente variedad de incursiones y asedios a la representación, y todo ello ocupándola a la vez como medio y como fin. En cada pieza el artista busca configurar una escena en la cual acontece un evento, donde a veces el paisaje toma protagonismo por delante de los personajes pero son éstos o sus huellas las que articulan finalmente los acontecimientos. Es a través de estas instancias pictóricas que se articula un discurso cargado de contradicciones que pone en manifiesto la inestabilidad inveterada de la representación, pero es a la vez esta entelequia la que enriquece esta opción en el arte y la proyecta auspiciosamente hacia adelante. Navegando por los fiordos y canales del archipiélago, descubrimos muy pronto que las obras de Pablo Ferrer no son precisamente las islas sino las naves que nos desplazan de una a otra.

Mario Fonseca 
Agosto 2013

La sexta página


Tres de las cinco páginas de Daniela Müller

Tres de las cinco páginas de Patricia Valle

Texto para la exposición "El revólver de Moisés" de Daniela Müller y Patricia Valle en la Sala Gasco, octubre 2012

La historieta es tan antigua como los pictogramas sumerios, los jeroglíficos egipcios o los logogramas mayas: desarrolla un relato a partir de imágenes y signos que evocan los hechos y personajes que lo motivan. La ficción y la realidad no tienen límites perceptibles, bien lo sabemos, y uno de sus mejores territorios son justamente las historietas, pues su lenguaje sincrético se despliega abarcando por igual lo documental y lo elaborado. En una historieta se puede dar cuenta de los Padres de la Patria o convocar a los Ngen, seguir las Vidas Ejemplares o las aventuras de Ogú, puede llevarse al cine a Spiderman o extraer del cine a Geisthawk, exaltar con la vida de Madonna o ensoñar con la de Sissi, que no es precisamente la de Isabel de Baviera. La historieta –el cómic– permite que la realidad se haga ficción, y viceversa. 

Moisés fue extraído de las aguas, dicen las tradiciones, y creció en la familia del faraón, mas no se sabe bien de cuál de ellos, quizás Tutmosis III o Horemheb –un largo siglo media entre ambos–, o en la del propio Akenatón, en fin, que implantó el monoteísmo (premonición judeo-islámico-cristiana) por breves 17 años. Y de no haber integrado la familia de algún faraón de la XVIII dinastía que subyugara al pueblo israelita, se especula que el Éxodo que lideró pudo producirse bajo el reinado de Ramsés II, bien entrada la XIX dinastía, como también que Moisés habría sido un egipcio renegado... Una historieta sobre Moisés daría entonces para muchas versiones y secuelas, más aún siendo el personaje del Antiguo Testamento más citado en el Nuevo Testamento y contabilizando a su vez 502 menciones en el Corán. 

Daniela Müller y Patricia Valle presentan sendas historietas desarrolladas a partir del emblemático a la vez que veleidoso personaje de Moisés, proyectando nuevas facetas plausibles de su hipotética vida para investirla de renovados visos de trascendencia. Pero no es que se hayan propuesto ilustrar parajes escondidos de las Escrituras o desglosar alguna inédita Aggadah para comentarlas, sino que coincidieron en asignarle un nombre de cierta densidad al personaje que auspicia desde las sombras las aventuras de sus heroínas. Sin embargo, aunque la espontaneidad de la elección pudiera aligerar un poco la carga, se trata de una coincidencia en nada inocua, empezando por la complejidad de sus respectivos Moisés y la riqueza argumental que moviliza a las diligentes receptoras de sus misiones.

El Moisés de Daniela Müller llegó de algún recóndito Universo perdido en el tiempo a combatir el ingente poder de inteligencias superiores que paulatinamente están controlando a la Humanidad, despojándola de su conciencia y voluntad. Un descuido hará que lo apresen, pero en previsión de este percance elige a una joven para que, dotada de los poderes que le transfiere, continúe su misión dejando pasar un lapso cautelar de 100 años. La heroína –Mara– habrá de conocer e involucrarse con Charly, un escritor amigo de Moisés, inmortal pero decepcionado, que no vislumbra esperanza alguna de cambiar la fatalidad imperante y que considera a Moisés un iluso. Se desarrollan los hechos, Mara va eliminando a los líderes imperiales, pero es finalmente muerta en su último cometido, lo que apena enormemente a Charly, si bien, por virtud de su sacrificio, Moisés queda liberado. Mientras se alejan hacia el horizonte, Moisés le confiesa a su amigo Charly que Mara era su hija.

Por su parte, el Moisés de Patricia Valle empieza a manifestarse cuando la heroína –en este caso sin nombre– es aún una niña que disfruta los paseos a la casa campestre de su abuelo. Hay allí una piscina a la cual suele acercarse para ver su rostro reflejado, ocasiones en las cuales escucha una voz que le reitera que ella es la elegida para luchar contra el mal. Pasan los años hasta que una tarde a fines de verano ella vuelve a la piscina, pero esta vez no ve su rostro reflejado sino una pirámide rotando en el agua, en tanto la voz le anuncia que ha llegado el día en que recibirá el arma para combatir el mal. De regreso a Santiago en su automóvil éste deja de funcionar repentinamente, y mientras sale del vehículo una nave desciende del cielo, momento en que ella pierde la conciencia. Despierta a la madrugada siguiente junto al auto y con una cadena en el bolsillo, la cuelga en el espejo retrovisor mientras se pregunta por el sentido de la pirámide que pende de ella. Posteriormente y por medio de una hipnosis regresiva puede recordar que fue abducida por la nave, en cuyo interior un joven se presentó como Moisés –aquí el mismo que ascendió al Monte Sinaí y recibió las Tablas de la Ley–, quien le entregó la cadena con la pirámide, prometiéndole que pronto le daría las instrucciones para su uso y despidiéndose de ella con un beso.

Las historietas se despliegan en cinco grandes páginas cada una, integradas por los distintos recuadros con las escenas que dan cuenta de los acontecimientos esenciales. El tratamiento pictórico es prolijo, si bien dentro de los parámetros esquemáticos propios del cómic de acción, al punto que a primera vista no se distinguen mayormente las improntas individuales de cada autora. Esta semejanza es funcional al propósito de la muestra, cual es el desarrollo de contenidos en lenguaje de historieta, y a ella contribuye, además del formato uniforme de las páginas, el que ambos relatos sean protagonizados por heroínas y el que los dos estén insertos en un contexto anticipatorio y de ciencia ficción. Además de ser Moisés el urdidor común de ambas historias, por cierto.

¿Quién es, a fin de cuentas, este Moisés amparador y demandante a la vez, que se vale de dos jóvenes mujeres para llevar adelante sus altruistas emprendimientos –con la mano del gato? ¿Quién es ese que envía a su hija al sacrificio por la salvación de la Humanidad, garantizando de paso su propio rescate a todo evento? ¿Quién es ese otro que embelesa desde niña a la mujer que más tarde va abducir a cambio de una joya con su pirámide y reiteradas promesas –amenazas, digamos– de luchas a emprender por el bien del bien? Daniela Müller y Patricia Valle, las heroínas acá, parecen creer en ese hombre y estar dispuestas a seguir sus designios aplicadamente, con entusiasmo incluso. No obstante, adelantan los acontecimientos para dejar constancia de lo que va a suceder, pintan su devenir en rectángulos dramáticos que dan cuenta de la exaltación y del oprobio por igual, transparentando a Moisés desde la opacidad de su investidura. Lo que sigue es incierto. La sexta página podrá dilucidarlo, quién sabe. Él sabe. 

Mario Fonseca 
Santiago, octubre 2012

El código del trazo y la mancha


Texto para la exposición "El Tesoro de la Juventud" de Benito Rojo en el Centro de Extensión de la Universidad Católica de Chile, octubre 2012

Hace algún tiempo, durante nuestra infancia y juventud, estar enfermo permitía resumirnos y meditar por el sentido de muchas cosas a partir de la fragilidad del cuerpo. Los malestares, una vez traspuesto el umbral de sus manifestaciones físicas, abrían lugar a las dudas de la existencia y por su intermedio se desglosaba un universo alternativo de percepción y comprensión del mundo, marcado quizás por cierto fatalismo pero igualmente estimulado por las esperanzas del sentido de trascendencia a esos males –por más que sólo fueran una fiebre, una tos, una vista nublada. Si bien involuntariamente, las enfermedades nos permitían meditar.
Nos acompañaban entonces dos medios que estimulaban precisamente la imaginación en alianza tácita con ese estado semifebril tan propicio para desplazarse por territorios insondables: las lecturas y la radio. Con ambos, las posibilidades de ocurrencias inverosímiles eran más plausibles que las que hoy ofrecen los contenidos empacados y totalizadores de la televisión, o absorbentes como los medios digitales en soporte portátil, cuya oferta sobrepasa nuestra capacidad aprehensiva y pretende mantenernos ansiosos por abarcar lo más posible, por no perdernos nada. En aquel entonces la demanda de atención estaba dimensionada ergonómicamente a partir de contenidos concebibles y absorbibles por niños y adolescentes, quienes disponían de más de tiempo para reelaborarlos acudiendo a generosas dosis de su imaginación instalada. Radionovelas y radioteatros, libros y revistas, nos poblaban la mente de quimeras y entelequias asequibles y perfectibles por nuestros propios medios, permitiéndonos deleitarnos en el proceso en lugar de presionarnos por resultados.

En esos espacios largos y desolados de la enfermedad transitoria, el conocimiento lo aportaban los libros que nuestros padres nos ponían en las manos para paliar nuestro desasosiego –y probablemente el de ellos, ante nuestra ausencia de la escuela. Llegaban así entre novela y novela los volúmenes de la enciclopedia de la casa, donde a veces perseguíamos un tópico pero las más nos dedicábamos a hojearlas dejando que los tópicos nos atraparan. Aún memorizo los tomos del Diccionario Enciclopédico Salvat, A-ANS, ANT-BEK, BEL-CAR, CAS-CHIV... ordenados como tal alfabéticamente, así como recuerdo el vértigo que me producía El Tesoro de la Juventud, con sus volúmenes eclécticos donde los temas venían distribuidos como los capítulos de las antiguas novelas por entrega.
El Tesoro de la Juventud provenía justamente de una serie de publicaciones decimonónicas que recogieron y condensaron el conocimiento disponible para canalizarlo hacia niños y jóvenes alfabetizados, a partir de la Petite Encyclopédie de l'Enfance (1817) y la Petite Encyclopédie des Enfants (1836), derivadas por cierto de la gran Encyclopédie de D'Alembert y Diderot (1751). La publicación que dio origen al Tesoro fue The Children's Encyclopaedia del inglés Arthur Mee, publicada inicialmente en forma de folletos quincenales entre 1908 y 1910, hasta compilar los contenidos acumulados en una enciclopedia de ocho volúmenes. En 1915 la editorial Walter M. Jackson publica The Children's Encyclopaedia en castellano bajo el título El Tesoro de la Juventud, en ediciones que incorporan énfasis locales, como la versión para Latinoamérica en la cual participa un cuerpo de autores y editores de la región. Son sus sucesivas ediciones las que pudimos leer en Chile hasta fines de la década de 1960.

Benito Rojo convaleció sus gripes, paperas, sarampión, tifus y demás afecciones al amparo de El Tesoro de la Juventud. En una de ellas, precisamente un tifus adquirido en un campamento scout, conoció el alfabeto Morse en el volumen correspondiente, y lo aprendió para emplearlo en sus aventuras con hermanos y amigos, o para ayudarse en algún examen con claves difíciles de memorizar. Como para tantos, el código de los puntos y guiones guardaba un carácter iniciático en paralelo a su aplicación militar, derivada acá en juegos o ayudamemoria. La síntesis que implicaba poder convertir palabras, frases enteras, a signos o pulsaciones mínimas producía una fascinación entonces indefinible por la abstracción, que en su caso permea eventualmente en los modos de interpretar la complejidad a través de la pintura, por ejemplo, en conferirle a un trazo y una mancha la capacidad de representar una idea o una emoción.
Postulando esa dicotomía virtuosa, la pintura de Benito Rojo se ha desenvuelto en superficies cargadas de referentes materiales que con el tiempo han devenido en una singular densidad biográfica. Sobre este territorio que discurre de lo perceptible a lo recóndito se distribuyen, a manera de signos dispuestos en el firmamento, los elementos que constituyen el relato de cada obra, sus protagonistas, su clímax, su desenlace, y en cuyo desarrollo convergen lo pictórico con el collage –tangible o visual–, así como la figura geométrica y el cuerpo humano, multiplicando los diálogos entre precisión y volubilidad, entre armonía y tensión, entre lo concebible y lo concebido. En este contexto inmanente se desenvuelve su instalación El Tesoro de la Juventud.
En esta obra, que es una sola dispuesta en forma de una exposición, Benito Rojo trabaja con el volumen de sus manufacturas y el espacio de la sala en la cual dispone esos objetos. Los signos Morse, acá devenidos en cilindros y paralelepípedos pintados en variaciones de rojo, deletrean el título de la obra, en tanto cinco temas de aquella enciclopedia son consignados en grandes tomos de metal oxidado. A manera de una representación material de lo que nombran signos, sonidos o parpadeos luminosos, Rojo le otorga cuerpo a su pintura, manteniendo improntas estilísticas en las superficies de los volúmenes dispuestos en el muro o los atriles.
El gran cuadro es ahora un escenario donde se evoca el sopor de la enfermedad así como la inefabilidad de su padecimiento, aquélla que en su momento nos permitía la especulación del Universo. Los libros, enormes y pesados, sugieren aquellos conocimientos que el tiempo ha erosionado como el óxido que los recubre, remitiéndolos a la obsolescencia. El sortilegio, en fin, que consigna la memoria pero también la añoranza por aquel Tesoro perdido, se despliega a lo largo del muro en los códigos de la raya y el punto, del trazo y la mancha.

Mario Fonseca
Temuco, agosto 2012

Divergencias - 11 aproximaciones al registro fotográfico

 Verónica Aguirrre

Elisa Bertelsen

Antonia Cruz 

Marcelo Fernández 

 Mario Fonseca 

Alicia Larraín 

Sebastián Mejía 

Guisela Munita 

Alejandra Undurraga

Macarena Wall

Enrique Zamudio

Texto sobre la muestra "Divergencias" presentada en el Centro Cultural de Chile en Buenos Aires, septiembre 2012

La propuesta curatorial de "Divergencias" aborda el trabajo de once artistas visuales que emplean el registro fotográfico como una instancia para desarrollar contenidos conceptuales y expresivos que se proyectan más allá de la documentación o lo testimonial. Propio de otros campos utilitarios de la fotografía, como el periodismo, las ciencias o la publicidad, el registro fotográfico es acá un recurso para generar una creación metafórica y simbólica que cuestiona precisamente las atribuciones de la realidad objetiva. Incluso en trabajos más próximos a lo tangible, las imágenes no pueden sino consignar los residuos de vicisitudes y vivencias largamente superadas por los hechos mismos que originaron su evocación póstuma: la catástrofe (Undurraga), el abandono (Munita), la muerte (Bertelsen). Y ello porque acá no interesan estos hechos en primera instancia, como tampoco sus consecuencias evidentes, sino el impacto emocional y su incidencia sensible en los autores de las imágenes, algo sobre lo cual sólo puede dar cuenta una pieza de arte. 

La capacidad de congelar el tiempo es émula de la pintura, mas la fotografía permitiría, a través de la instantánea, desarrollar un nuevo discurso de la pose, más "natural" si se quiere; los conflictos emergen cuando ambos medios, pintura y fotografía, intercambian sus supuestos formales y conceptuales (Fernández), infiltrando la pregunta de quién sirve a quién finalmente. De modo semejante, el registro de un movimiento –y da lo mismo acá si este registro es voluntario o involuntario (Fonseca)– implica la captación de una realidad intrínsecamente transitoria, de cuyo paso sólo quedan huellas de luz y color.

En un vértice distinto de este poliedro de divergencias, las deformaciones expresas de lo presuntamente real en que incurren otros participantes (Cruz, modificando un archivo; Wall, modificando el modelo en vivo; Zamudio, modificando el medio de percepción) permiten no sólo confrontar esta realidad como una opción más, sino cuestionar las restricciones objetivas que ella misma quiere imponer, al oponerle una suerte de "qué pasaría si..." donde la fotografía hace que ello pase. De tal manera que estos cuestionamientos morfológicos o perceptivos asociados al estándar de lo real no lo ponen tanto en duda como finalmente lo expanden.

Frente a estas disquisiciones cruzadas se instala la fotografía que sólo puede ser fotografía, y no solamente por el uso cabal de los recursos técnicos que le son propios, sino por la exaltación de éstos, como la deformación óptica de los lentes cortos o la concentración explícita de la luz (Mejía). Por el contrario, en el extremo opuesto de estos usos de la fotografía, se encuentra su ocupación estrictamente funcional a una idea que sólo puede concretarse por medio de ella –como el azar introspectivo donde los naipes y su protagonista se materializan a través del registro fotográfico y su intervención digital (Larraín)–, pero la cual es rebasada por una finalidad conceptual y formalmente ajena a la fotografía misma.

No obstante y por más que sutil, o gracias a ello, la intervención de la realidad queda instituida como atributo fotográfico. Los recursos digitales han contribuido a exacerbar estas intervenciones sembrando una nueva duda, la de qué es efectivamente qué en la escena, pero –más interesante aún–, la de cuál de estos qué es el que vale a fin de cuentas. Al ser asumida con asertividad, la experimentación digital (Aguirre) genera un nuevo lenguaje que ya no se mide desde la factibilidad de su contenido sino desde la intensidad expresiva de sus resultados, deviniendo en que, paulatinamente, lo metafórico pase a constituirse en la realidad.

Mario Fonseca

Santiago, agosto 2012

Los conjuros inveterados de Andrea Carreño




Texto para la exposición de Andrea Carreño en la galería Allegro de Ciudad de Panamá, en agosto de 2012

De unos años a esta parte, los misterios continúan poblando las pinturas de Andrea Carreño.La afluencia de sus imponderables nos toma desprevenidos aquí y allá, es un universo que se desglosa sin plazo ni límite tangible, trascendiendo las metáforas circulares de la autofagia o el eterno retorno, aludiendo más bien a una linealidad en permanente expansión pero donde toda medida conocida es simultánea a otra por descubrir –y a otra más, y a otra y otra más. Los espacios, los interiores o los jardines, son así uno solo mas sin término, sin comienzo ni fin, un muro da lugar al muro contiguo y éste al del primer cuadro que ya no está en la exposición, tal como un cielo da lugar al que lo sucede en el firmamento –en GL 581c por ejemplo, ese planeta a 20,5 años luz que se asemeja al nuestro. Una ventana puede ser también un cuadro, un retrato su sombra, una palmeta ausente la oportunidad para un color o una mancha al azar la ocasión para un volumen. Y los espacios y objetos pintados pueden ser la prerrogativa de su desarrollo en grafito.
Lo particular en todo esto es que nos referimos a piezas bidimensionales de superficie blanda impregnada con cenizas y pigmentos eventualmente ligados con médiums químicos, a materia frágil en su consistencia confeccionada manualmente ­­–“a mano alzada”–, a pinturas y dibujos planos eminentemente ficticios en sus postulaciones volumétricas y espaciales y eminentemente ficticios en las pretensiones tangibles de su contenido, que es todo inventado. La pintura, las artes plásticas, las artes visuales, son todas una ficción convenida como interfaz entre el animus de la existencia y el animus del artista, y así creer en ellas más allá de la apreciación estética y por sí abstracta de su impronta perceptible sensorialmente es dejarse caer en el vacío –o, dicho más elegantemente, dejarse llevar por un profundo acto de fe. Y por más que no lo formulemos, esto lo sabemos todos desde mucho antes que la pintura de la pipa de Magritte con su texto al pie “ceci n’est pas une pipe” lo puntualizara.
El desquicio entre pintura y realidad puede alcanzar entonces la exacerbación al recorrer la obra de Andrea Carreño, no obstante sepamos y admitamos que esta obra viene contextualizada biográficamente, por las vivencias de la artista. Pues ¿no es la vida un sueño (Calderón), o, más aún, el sueño de otro (Borges)? ¿No afirmó Shelley al morir Keats “ha despertado del sueño de la vida”? Tal como conocemos la nuestra, la vida del otro puede ser una entelequia, una ficción, y por ello es tan válido dejarnos llevar en su recorrido seductor y veleidoso como apropiárnoslo y asignar nosotros el sentido de las cosas expuestas: el sentido de los zapatos en el estante o del galeón entre los arbustos, el del látigo flamígero, las pirámides truncas o los relojes a las 10 del día, el de la recurrencia de conchas espirales –¿por su factor j?– o de la letra ‘A’ –¿por Andrea, por Arte, por Azar?–, así como el sentido de las perspectivas obtusas o los desplazamientos desde el color generoso y descriptivo hacia el carboncillo monocromo y sugerente.
Pero hasta aquí la ficción de una ficción de una ficción. Al modo de una y tres sillas de Kosuth o de una rosa es una rosa es una rosa de Stein, sobre lo que acá especulamos es sobre los recursos inveterados de Andrea Carreño para conjurar en un simple plano la tridimensionalidad de sus escenas con la multidimensionalidad de la vida. Conduciéndonos apenas, incitándonos sutilmente, la artista nos devuelve a aquella percepción tan inquietante como fascinante de que nuestra existencia no es sino un sueño –del cual nadie sabe cuándo va despertar. 
Mario Fonseca 
Santiago, julio 2012

Antonio Krell: del pintor, la pintura y lo pintado















Pinturas y esculturas de Antonio Krell, c1991 - 2011

Texto para el libro "Antonio Krell" publicado por la galería Artespacio

¿Qué lleva a un hombre a pintar? ¿Qué lo lleva a ser artista? Nada que podamos determinar en términos prácticos, para empezar. Ser pintor, ser artista no es objetivamente útil hoy en día, hay actividades que reciben mayores privilegios y reconocimiento en nuestro modelo de desarrollo. Es cierto sí que un buen número de protagonistas de este modelo vienen adquiriendo obras de arte, ya sea como inversión, para decorar sus espacios, o –lo más interesante– para iniciar una aventura intelectual, de tal manera que la pintura tiene su momento de coyuntura con el desarrollo, aunque este acontecer es todavía más azaroso que constante.
    Pintar es así, necesariamente, un oficio con destino heroico, y quien ose asumirlo merecerá de sus cercanos tanta admiración como reservas, cuando no conmiseración. Muchos pintores desarrollan entonces otro oficio, a veces cercano, a veces divergente, para dejarle a la pintura un espacio libre en sus vidas, para no depender de ella –o para no responsabilizarla de las tareas de la dependencia, más bien. Visto con ponderación, esta doble actividad representa una nueva osadía, pues largo sabemos de las complejidades de servir a dos señores, en cuanto está escrito que “yo, Yaveh, tu Dios, soy un Dios celoso” (Éxodo 20, 5), asunto que no dirime la disyuntiva posterior “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Lucas 20, 25). Por último, Robert Rauschenberg, artista vanguardista y uno de los padres del pop art sentencia, a comienzos de los ’60, que “ser pintor significa hallarse en ruptura”. De tal manera que ser pintor y ser ingeniero, por ejemplo, supone un paralelismo nada fácil de sobrellevar.
    Viene así al caso agregar acá una distinción fundamental entre el pintor ‘de fondo’, por más que ‘paralelo’, y el ‘pintor de domingo’ o quien dedica parte de su tiempo a este ‘hobby’ como tal –como pasatiempo–, y ella es que por lo general entre estos últimos la tensión, el stress de pintar no se manifiesta. Sin desmedro de sus buenas obras, se distinguen de los pintores de fondo en que nada está resuelto para éstos, artísticamente hablando, en que el trabajo en el taller está siempre pendiente, en que la ansiedad por pintar es visceral y congénita, en que la pintura es una obsesión. La obsesión por pintar como la obsesión por lo pintado: el tema es consustancial con la práctica, resolver un retrato o un desnudo o un paisaje o un conjunto de objetos, resolver una escena cuando no una trama gestual o un juego de planos intersectados, comprometen el espíritu y el oficio, comprometen la mente, el corazón y la mano.
    Hay en fin un estado de crisis recurrente en el artista, quien, dislocado del sistema, queda situado a medio camino, a modo de médium, entre lo que ocurre y el espectador. El artista percibe los intersticios de las cosas, de los hechos, y los hace tangibles a través de su obra. Nunca literalmente pues lo suyo es la metáfora y no el panfleto, mas esta metáfora pasa inevitablemente por su vida, que la modula. El pintor acá pinta lo ajeno pintando lo propio; desde las primeras pinturas rupestres hace de intermediario entre el hombre y las fuerzas inmanentes, a través de su acto artístico, a través de su huella, de su estilo. Y a través de su temática, por cierto.

Antonio Krell es un pintor de fondo, en paralelo a su actividad como ingeniero y empresario. Su vocación temprana debió resolverla en conjunto con las demandas de una vida en la que pronto incidieron circunstancias afectivas como un matrimonio y una familia. Estas vivencias personales así como su desarrollo profesional y la paulatina construcción de su visión de mundo se involucran, sea como fuente o tamiz, en su obra artística, y lo hacen siempre desde el interior del bien y del mal, sin soslayar sus innumerables facetas.
    Son muchos los énfasis que han venido movilizando la vida de Antonio Krell confiriéndole la ubicuidad que le permite empeñarse con soltura ante Dios y ante el César: nacido  en Ecuador como hijo menor de inmigrantes judíos que alcanzaron a huir a tiempo de la tardía persecución nazi en Hungría; alumno de un colegio liberal, ya en Santiago, donde recibe formación de profesores republicanos españoles, también huidos de la represión nacionalista, y entre los cuales destaca el pintor José Balmes; acceso más tarde al vespertino de la Escuela de Bellas Artes bajo la guía de la pintora Gracia Barrios, esposa de Balmes, en paralelo a sus estudios de Ingeniería en la Universidad de Chile, para luego seguir posgrados en Europa combinados con estudios de vitral y mosaico; construcción de una familia y de una carrera profesional ocupando los más diversos estamentos de los más diversos rubros de la actividad empresarial, a cambio de veinte años sin pintar (c1970-1990); irrefrenable retorno al arte para perseverar en su ejercicio hasta hoy.
    Una biografía siempre en tránsito que asume compromisos pero no se apega, permite mantener la vitalidad en todos sus emprendimientos; la factibilidad de dejar las cosas deviene en el valor de conservarlas.

Desde inicios de los ’90 Antonio Krell pinta mucho pero muestra poco: expone recién el año 2000 en Montecarmelo, en forma individual, y posteriormente participa en 2003 en la VII Bienal de Arte Contemporáneo de Florencia, donde por lo demás obtiene un premio. Interesa esa reserva mantenida durante tanto tiempo de una obra que sólo podemos conocer ahora gracias al presente libro; no sólo los trabajos figurativos de solvente factura agrupados al comienzo de “Figuraciones”, sino en particular las pinturas expresionistas de aquellos primeros años de la década, reunidas hacia el final de “Figuraciones” y en gran parte de “Quimeras”. Obras que lindan con el desvarío, que interpelan el drama cotidiano de las relaciones humanas exacerbando la caída y exaltando luego la fuga onírica en pos de conciliar –ya que no conjurar– los imposibles, antes de remitirse a barrer las cenizas de tanto fuego fatuo. Pinturas que son así escarnio a la vez que reivindicación de los actos fallidos. Azules que entornan la volubilidad y amarillos que estigmatizan el oprobio. En estas piezas Antonio Krell va registrando su testimonio de crisis sucesivas, para luego continuar pintando que la vida sigue y cambia y vuelve a cambiar, como la pintura.
    En un momento dado, más de un siglo atrás, Wassily Kandinsky se había percatado que la “necesidad interior” que por sí sola inspira el arte lo iba alejando paulatinamente de la representación figurativa. Krell coincide con este sentimiento y observa con atención la evolución del pintor ruso a lo largo de sus series “Composición” (desde c1910), procediendo con su propia serie de “Peces” y luego “Transiciones” a desarrollar la abstracción del movimiento. El desglose de esta etapa es ágil y prolífico, con el plano intervenido asertivamente por el trazo y la mancha surgidos del gesto corporal y transmutados en signos que vivifican territorios insondables. Las series “Génesis” y “Cosmos” exacerban estos ejercicios hasta culminar desintegrando el horizonte, en tanto “Isla Cortés”, sin dejar el tachismo expresivo, se repliega a lo tangible, a los árboles y bosques de este territorio canadiense de la costa del Pacífico. El artista alcanza su epifanía: no va abandonar más la abstracción aun cuando desarrolle con la misma intensidad temáticas figurativas.
    Con la serie “Par” adscrita al final de “Quimeras” por su afinidad temática, Antonio Krell vuelve a abordar la relación de pareja, dejando esta vez que sea la materia la que aporte los énfasis de comunión como de tensión implícitos en estos complejos vínculos. Este recurso pictórico coincide con un trazado más anguloso de las formas respecto a la soltura elipsoidal de las abstracciones previas, estableciendo un tratamiento que empezará a acompañar casi toda su obra sucesiva e, incluso, su escultura en cerámica gres.
    Un paréntesis formal se abre en el desarrollo de la serie siguiente, “Genocidio”, donde el registro de las figuras es más fidedigno en función del contenido. La Shoah, el Holocausto, es un tema recurrente de la sociedad contemporánea y lo seguirá siendo en tanto la factibilidad de su repetición esté latente, algo que comprobamos día a día en distinta medida y a todo nivel, cuando diversos grupos humanos se proyectan descartando cualquier opción que no sea el exterminio del otro. En este sentido, pareciera que las dramáticas interpretaciones de la espera y la consumación de las ejecuciones en estas pinturas de Antonio Krell trasladaran su discurso a nuestro tiempo, algo que se reafirma por la semejanza temática con la serie inmediata y de largo aliento “Seres blancos”.
    En “Seres blancos” Krell no sólo aborda directamente el conflicto de la tolerancia entre los seres humanos, sino se extiende a todos los ámbitos sociales donde la confrontación es el medio de resolución de los problemas –¿hay alguno donde no lo sea?–, desde las relaciones interpersonales hasta las controversias ideológicas, desde las diferencias económicas hasta los conflictos de género. Exhibida en Artespacio en 2007, la serie despliega una sucesión rica en soluciones plásticas, variedad de formatos y experimentación sistemática de la composición, multiplicando las opciones de la armonía formal en contrapunto con la desarmonía argumental que representan. El proceso evoluciona paulatinamente hacia una nueva abstracción que termina por desintegrar a los “Seres blancos” y dar paso a “Composiciones” preeminentemente abstractas de planos sólidos y figuras densas, por más que ágiles, que acompañan a Krell desde mediados de la década del 2000 hasta hoy, y las que coinciden con su incursión en la escultura en cerámica gres.
    Incorporado al prestigioso taller Huara Huara que dirige Ruth Krauskopf, Antonio Krell se da la oportunidad de moldear en la sensualidad de la greda tanto sus “Seres” como las “Composiciones” que denomina según su fuente de inspiración –Maya, Nepal–, y asimismo de especular con las veleidades de la pigmentación y el cocido. A modo de trazos tridimensionales, los segmentos de materia se adicionan hasta constituir volúmenes inquietos que seducen por lo táctil, cual si fueran pinturas para ciegos, tanto como por su asertividad volumétrica.
    A partir de 2006 y hasta la fecha, Antonio Krell se ha abocado a la pintura de parejas en trance sexual en una sucesión de series que titula “Erotika”. Un tema ligeramente incómodo en el contexto de una sociedad que se quiere conservadora en estos asuntos en público, mientras es invadida en privado por la exacerbación erótico pornográfica on-line. Las series de Krell, por el contrario a esto, son intuitivas antes que clínicas, extáticas antes que explícitas, y se desglosan desde la exploración curiosa antes que del agotamiento del manual de posiciones. Se sustentan en el encuentro natural y complementario de la pareja y en asumir la libido como un atributo humano cuyo problema no es tanto su intensidad como nuestra inveterada torpeza en admitirla y conducirla.
    El tratamiento pictórico sigue acá los procedimientos del empaste y la densidad de planos, tramos y trazos, habituales en el pintor desde una década atrás, en tanto las figuras se abordan a veces segmentándolas e interactuando con sus fragmentos y otras construyendo volúmenes continuos intersectados por recortes o intervenciones gestuales. Con este lenguaje Krell desarrolla diversas series que pronto empiezan a incluir dúos a partir de una misma escena modificada, y que luego multiplica empleando reproducciones con intervenciones digitales sobre las cuales vuelve a pintar o, como sus últimas piezas, que imprime directamente desde el archivo digital y genera ediciones numeradas a la manera del grabado tradicional. Pero más allá de la manufactura directa o la experimentación digital que emplee Antonio Krell en estas obras recientes, al devolver la mirada a sus “Quimeras” de los ’90 y, más recientemente, a “Genocidio” y “Seres blancos”, donde las crisis del individuo y la pareja son sucedidas por crisis sociales a todo nivel, podemos encontrar en la serie “Erotika” el rescate de al menos uno de los espacios donde aún permanece latente la posibilidad de empatía entre los seres humanos.

Mario Fonseca

Santiago, junio 2012