Guy Petermann - El ojo cargado


Hay una pregunta permanente que acompaña al registro fotográfico del territorio, y tal vez a todo registro, y es cuál es el sentido de este registro. Aunque sea un detalle, si no una vista panorámica, la pregunta incide en la duplicación de lo visto. Y aunque sea un ángulo cerrado, un picado o contrapicado, si no una toma perpendicular, la pregunta cuestiona también la voluntad de ese encuadre. ¿Qué hace el fotógrafo más allá de mostrar lo que allí está, finalmente accesible para quien vaya y lo vea, como, por ejemplo, una persona que lo acompañe sin cámara? ¿Qué quiere decir con su encuadre respecto al paneo abierto o la focalización específica del espectador presencial?


No hablemos de preservar la memoria; si bien es cierto que todo cambia después de la toma, así como la toma consigna el cadáver de lo que ella misma acaba de matar al congelar el tiempo, lo que importa acá es la motivación última, la razón de la locura de apropiarse de una escena que, a fin de cuentas, no es lo que es sino un remedo. El sentido podría estar quizás en registrar lo que yo vi, o, más precisamente, lo que yo quise ver, lo cual supone aceptar, a su vez, que lo que registro no es lo que está ahí cuando no media mi intención de registrarlo. Pero esto no es tan grave a fin de cuentas, pues alguna realidad nos queda entre las manos respecto a, por ejemplo, lo que afirma Gorgias, aquel escéptico para quien, definitivamente, nada existe, o si existiera no habría cómo darlo a conocer.


Doy lugar a estas disquisiciones sobre la carencia de objetividad en cualquier registro fotográfico, por más documental que se quiera, al abordar el trabajo de Guy Petermann: sus fotografías son opciones personales y es justamente allí, en la privacidad de su mirada y su elección de toma, donde radica su atractivo y su fuerza.


Como algunos buenos fotógrafos, Petermann es un trashumante. Despliega sus periplos a lo largo del año, siguiendo la pauta de las estaciones para trasladarse de Europa a América y de vuelta. Y no es que persiga el sol, pues le interesan por igual las veinte horas de luz del verano patagónico como la nieve que cubre las tumbas de un cementerio del norte europeo. Sus bases hoy son Bourgogne y Santiago. Antes fueron Antananarivo, Nairobi, Yamena, Túnez, París o los Himalaya. Viajar ha sido, por cierto, lo suyo. Nacido en 1951, una vez cumplido el servicio militar Petermann se insertó en la gestión empresarial con suficiente éxito como para permitirse prescindir de ella a los 40 años y dedicarse a escalar montañas o recorrer segmentos del mundo en moto, como Europa entera o, a partir de 2003, Sudamérica. Varias cámaras que llevó consigo se perdieron en grietas inaccesibles, ya que no en el mar o la carretera. Quizás se trataba entonces de equipos finalmente prescindibles en incursiones cuya índole privilegiaba la experiencia vital por sobre algún registro referencial. Al menos así fue por un tiempo, hasta que la captación del souvenir ocasional de una imagen se trastocó en la voluntad expresa de enfrentar el territorio con la mirada cargada. Ocurrió en la Patagonia, justamente, pero ello significó también la apertura a varias inquietudes pendientes de expresar, más allá del paisaje.


Al territorio patagónico lo definen el agua y el viento; ambos no sólo trazan y curten sus lomajes, fiordos y contrafuertes, sino hacen suyos estos emplazamientos para manifestar su carácter, sus caprichos. El viento no ha encontrado mejor lugar donde desplegar su inclemencia que sobre las pampas patagónicas, tal como el calor y el espesor inmóvil del aire lo hacen en el Mar Muerto, por ejemplo. Uno asoma el puño al viento y lo puede golpear, como si fuera un bloque de energía en tensión. Muy escasa es allá la quietud del aire, quizás una brisa ocasional en tanto la atmósfera reacomoda sus presiones para descargarlas en una nueva dirección o incrementar su intensidad. Como una toma fotográfica a velocidad normal, el coirón registra estas incursiones al momento, en tanto los ñirres imprimen las exposiciones largas, curvados año tras año por el inclemente viento sur.


Guy Petermann es más bien rápido en estas dimensiones, gusta echarle carreras al viento. Lo contiene por momentos, sin detenerlo, encuadrando a los protagonistas frecuentes en estos paisajes abiertos: las ovejas impertérritas, los fiordos abismales, los cercos y tendidos sin comienzo ni fin, la roca que partió el hielo en dos. Lo retrata en su magnificencia también, desbastando riscos monumentales o enroscando arreboles en la trampa de un reflejo, coludido con las aguas del cielo, cómplices insoslayables del viento en Magallanes. Mas sólo un fotógrafo fino, allá en esos parajes imprevistos, puede intentar una toma cuya sencillez emocione de tal modo al mismo viento que éste amaine su trajín y lo salude, con la leve reverencia de unas espigas. "Esta foto a un fotógrafo cualquiera le sale torpe u obvia", señala Mariana Matthews, nuestra insigne fotógrafa del sur, quien por lo demás no conoce a Petermann; "acá en cambio la foto es sutil, es elegante y muy bella".


Una rosa es una rosa es una rosa. Petermann nombra su rosa tal como Matthews nombra la suya y yo la mía, los tres nombramos a nuestro modo la misma rosa que, así, no es ninguna a la vez que la es todas en esta ficción. Y la ficción documental sigue su camino, ahora se va al norte. En términos ecológicos se suele decir que el Altiplano es semejante a la Patagonia y quizás lo sea, están los camélidos, las rhea (suris en el extremo norte, ñandúes o charas en el extremo sur), el coirón, y los horizontes. Los parajes yermos, rocosos, sin pastos ni aguas ni vientos también se asemejan, uno se puede confundir si el cielo aparece despejado en el sur como suele persistir en el norte. Descendiendo desde el Altiplano se llega al desierto más inhóspito del planeta; así lo califican, y es cosa de verlo. La excepción en Magallanes es la regla en Atacama: la ausencia de vida. Acá hay minerales donde allá hay ovejas.


Guy Petermann se desplaza por estos territorios coloreados por rocas, sales y arenas a la busca de las escenas que detengan su marcha. El ojo que sabe de geografías sabe también sintetizarlas en los rectángulos que consignan las emociones que éstas le producen, en tomas con el enfoque puesto en infinito que incorporan en su profundidad de campo la intimidad del autor. Pero esta vez estamos en otro viaje, el más reciente, en que Petermann va tras los cementerios de la pampa. Un tema que se ha vuelto lugar común para el fotógrafo viajero que transita por estas latitudes, pero que cobra acá otro énfasis al ser lugar común de este fotógrafo en particular, de Guy Petermann. Empezando porque sus dos abuelos lucharon en ejércitos contrarios en la Primera Guerra Mundial y yacen en cementerios militares que él visita y fotografía. Pues Petermann fotografía cementerios, también.


En un texto, el autor recuerda que la muerte es el hecho más común a la vez que más singular que experimenta el ser humano, e incluso quizás lo único justo. No obstante, el cementerio militar iguala las tumbas en su intento por afirmar la univocidad de esta experiencia, en tanto los cementerios civiles buscan perpetuar en los muertos las diferencias sociales, económicas y políticas que los distinguieron en vida. Al llegar a los cementerios del desierto, sin embargo, Petermann debe desplazar su discurso, pues se da de bruces con la profanación de tumbas, algo inmemorial en los cementerios nortinos desde que sus muertos están muertos. El registro documental de este delito largamente arraigado y folclorizado por la sociedad del desierto desata en el fotógrafo un conflicto entre la denuncia flagrante y la estética de cada toma, echando a correr las imágenes por el filo de la absolución legal implícita en una hermosa foto y la inclemencia testimonial de otra carente de emoción visual. La belleza del horror torna en el horror de la belleza.


¿Es bello el progreso, la modernidad, la densidad urbana, respecto a la naturaleza abierta y el devenir social que consigna la arqueología, por ejemplo? ¿Es comparable –es confrontable? ¿Es coincidente? Guy Petermann parece no hacerse estas preguntas cuando gira la vista desde el entresuelo de un polvoriento cementerio minero al contorno impoluto de un edificio corporativo en La Défense, pues no tiene misión asignada en su métier fotográfico. Mantiene su ojo fotosensible siempre cargado para mediar entre lo objetivo y lo subjetivo en el momento en que algún escenario o alguna circunstancia lo induzca a intervenir. Como un curioso ilustrado, tienta diversas temáticas para luego perseverar en una o abandonarla por un nuevo estímulo. Pasa así por los reflejos pintados del bordemar, por la morfología metálica de los aviones, por los signos de tránsito sobre el asfalto. Hasta llegar al barrio financiero de París, La Défense.


En 160 hectáreas se levanta esta ciudad corporativa, la más extensa del mundo, con tres millones y medio de metros cuadrados de oficinas. Buena parte del poder económico actual se distribuye en sus edificios, 36 de los cuales superan los cien metros de altura, además de una decena en construcción que incluye otros dos de más de trescientos metros de alto. Guy Petermann se concentra en los sectores de Nanterre y Courbevoie, donde se encuentra la arquitectura más reciente y quizás la más valiosa de este plan inmobiliario. Como la torre T1 (2008, Valode y Pistre), que alberga nada menos que a GDF Suez, empresa de energía detrás de varios proyectos conflictivos en Chile, como la rechazada central termoeléctrica de Barrancones o una planta nuclear en estudio, también en el norte del país. Probablemente sin saber estos atributos, Petermann fotografía un detalle del edifico en que éste parece una ominosa ola a punto de abatir el edificio contiguo.


Camina nuestro fotógrafo de la Patagonia y de los cementerios de aquí y allá cual si fuera Ikaria, el ángel descabezado de Igor Mitoraj (1987) instalado en los laberintos de Courbevoie, entre el Egeo y el Adriático (1999-2002, Parat y Ayoub), edificios gemelos que albergan respectivamente a Ernst & Young, auditores universales, y a Technip, proveedores globales de energía. Es el desquicio en medio de estas formas de perfección desafiante como el poder que contienen, del que poco sabremos siempre; es la seducción de la geometría y el material domado que apacigua nuestras dudas sin mermar la reverencia debida sino, más bien, enfatizando nuestra sumisión a través del deleite visual. No obstante, ninguna de las fotos de Guy Petermann podría ser adoptada por las corporaciones retratadas, ni por Total-Elf y sus torres rubicundas (1985, WZMH - Saubot & Jullien), ni por la Société Générale y su monumental bífido (1995, Andrault, Parat, Ayoub): por más que bellas, las imágenes traspasan subrepticiamente los límites aceptables de las relaciones públicas, no son objetivas –peor: son demasiado subjetivas, lo que encierra sus peligros.


Gorgias el escéptico pasea en tanto inmutable con la vista puesta en los reflejos de los rascacielos, especulando que esas nubes podrían ser las mismas de la Patagonia y por ende no más que lo que quisiéramos que fueran, así como la vanidad de tanta torre no es distinta a la del mausoleo ilustre o el socavón polvoriento, efímera y finalmente intrascendente como los cuerpos en su interior. Lo que no llega a precisar en estas divagaciones es que cuando nombra algo, por más que sea para negarlo, formula una imagen, y que si bien esa imagen puede ser la suya, la mía, la de Petermann o la de quienquiera, para empezar a discutir nuestras diferencias requerimos que al menos uno parta poniendo la propia sobre la mesa. Como ha venido a hacerlo aquí Guy Petermann.


Mario Fonseca

Santiago, mayo 2011