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Texto para la exposición de Andrea Carreño en la galería Allegro de Ciudad de Panamá, en agosto de 2012
De unos años a esta parte, los misterios continúan poblando las pinturas de Andrea Carreño.La afluencia de sus imponderables nos toma desprevenidos aquí y allá, es un universo que se desglosa sin plazo ni límite tangible, trascendiendo las metáforas circulares de la autofagia o el eterno retorno, aludiendo más bien a una linealidad en permanente expansión pero donde toda medida conocida es simultánea a otra por descubrir –y a otra más, y a otra y otra más. Los espacios, los interiores o los jardines, son así uno solo mas sin término, sin comienzo ni fin, un muro da lugar al muro contiguo y éste al del primer cuadro que ya no está en la exposición, tal como un cielo da lugar al que lo sucede en el firmamento –en GL 581c por ejemplo, ese planeta a 20,5 años luz que se asemeja al nuestro. Una ventana puede ser también un cuadro, un retrato su sombra, una palmeta ausente la oportunidad para un color o una mancha al azar la ocasión para un volumen. Y los espacios y objetos pintados pueden ser la prerrogativa de su desarrollo en grafito.
Lo
particular en todo esto es que nos referimos a piezas bidimensionales de
superficie blanda impregnada con cenizas y pigmentos eventualmente ligados con
médiums químicos, a materia frágil en su consistencia confeccionada manualmente
–“a mano alzada”–, a pinturas y dibujos planos eminentemente ficticios en sus
postulaciones volumétricas y espaciales y eminentemente ficticios en las
pretensiones tangibles de su contenido, que es todo inventado. La pintura, las
artes plásticas, las artes visuales, son todas una ficción convenida como
interfaz entre el animus de la existencia y el animus del artista, y así creer
en ellas más allá de la apreciación estética y por sí abstracta de su impronta perceptible
sensorialmente es dejarse caer en el vacío –o, dicho más elegantemente, dejarse
llevar por un profundo acto de fe. Y por más que no lo formulemos, esto lo
sabemos todos desde mucho antes que la pintura de la pipa de Magritte con su
texto al pie “ceci n’est pas une pipe” lo puntualizara.
El desquicio
entre pintura y realidad puede alcanzar entonces la exacerbación al recorrer la
obra de Andrea Carreño, no obstante sepamos y admitamos que esta obra viene
contextualizada biográficamente, por las vivencias de la artista. Pues ¿no es la
vida un sueño (Calderón), o, más aún, el sueño de otro (Borges)? ¿No afirmó
Shelley al morir Keats “ha despertado del sueño de la vida”? Tal como conocemos
la nuestra, la vida del otro puede ser una entelequia, una ficción, y por ello es
tan válido dejarnos llevar en su recorrido seductor y veleidoso como
apropiárnoslo y asignar nosotros el sentido de las cosas expuestas: el sentido
de los zapatos en el estante o del galeón entre los arbustos, el del látigo
flamígero, las pirámides truncas o los relojes a las 10 del día, el de la
recurrencia de conchas espirales –¿por su factor j?– o de la letra ‘A’ –¿por Andrea, por Arte, por Azar?–,
así como el sentido de las perspectivas obtusas o los desplazamientos desde el
color generoso y descriptivo hacia el carboncillo monocromo y sugerente.
Pero hasta
aquí la ficción de una ficción de una ficción. Al modo de una y tres sillas de
Kosuth o de una rosa es una rosa es una rosa de Stein, sobre lo que acá especulamos
es sobre los recursos inveterados de Andrea Carreño para conjurar en un simple
plano la tridimensionalidad de sus escenas con la multidimensionalidad de la
vida. Conduciéndonos apenas, incitándonos sutilmente, la artista nos devuelve a
aquella percepción tan inquietante como fascinante de que nuestra existencia no
es sino un sueño –del cual nadie sabe cuándo va despertar.
Mario Fonseca
Mario Fonseca
Santiago,
julio 2012