Chile (sobre) Vive



Texto publicado en el catálogo 2006 de Galería AFA


Fotografía en Chile 1986-2006

El presente texto se proyecta a partir del que fuera escrito en 1986 para el capítulo de Fotografía del envío a la exposición “Chile Vive”, realizada en Madrid en enero y febrero de 1987. Como en aquel momento, prevalecen hoy las dificultades sobre las oportunidades para la fotografía autoral, incluyendo la documental, salvo en el campo expresivo, donde la apertura hacia y desde las artes visuales ha representado una eclosión creativa de tal intensidad que en muchos casos ha llevado incluso al cuestionamiento de la esencia misma de esta actividad. A continuación se extiende una somera recopilación de las dos décadas transcurridas, dando cuenta de estos procesos y ofreciendo algunos puntos de vista para matizar –o atizar– una discusión plenamente vigente.

La tensión autoral
Veinte años después, hacer fotografía en Chile sigue siendo una aventura, si bien los territorios donde ella se desenvuelve se han extendido tanto como se han multiplicado sus medios expresivos, hasta confundirse en un sólo sinfín, mientras los fotógrafos han aprendido a hacer un poco más suyo el azar de su circunstancia. Cuando escribía la presentación para el envío de fotografía chilena a “Chile Vive”, el horizonte era oscuro y la luz se daba sólo en lo inmediato, en un sentido maniqueo que incluía al propio paisaje, el cual era un hecho más, no una instancia poética; tampoco lo eran los retratos anónimos o los personajes, ni los colores de las micros o el blanco y negro de los edificios, ni los lagartos al sol o las luces de la discoteca: todo era imagen fija tratando de constituir dato, estadística, evidencia de la sombra. Corriendo con aquellos tiempos y al igual que en las demás artes visuales, el discurso intelectual había construido la argumentación que explicaba la permanencia de los fotógrafos intramuros, a la vez que levantaba las rejas que los protegía tanto de incursiones hostiles como de excursiones desvariadas. Toda fotografía tenía un deber y todo fotógrafo un compromiso con registrar la realidad y darla a conocer; algo que, por lo demás y de hace dos décadas hacia atrás, era el quid de la fotografía urbi et orbi, con las numerosas excepciones experimentales que, de modo creciente, confrontaban la regla aunque terminaran por confirmarla.
Con el fin de la tensión bipolar, el mundo desarrollado terminó de abrirle espacio a la fotografía en el vasto contexto de las artes visuales, las que, por lo demás, ya habían hecho suyo este medio desde mediados del siglo XX, inicialmente a través del collage surrealista y más tarde en el pop art. Sumó a esto el surgimiento y la pronta accesibilidad de las tecnologías de reproducción e intervención digital de la fotografía, cuyo primer efecto fue demoledor, al desposeerla de su atributo intrínseco de fidelidad documental. Esta combinación de factores determinó que, al iniciarse la década de 1990, la fotografía europea y norteamericana experimentaran un intenso auge de libertad expresiva y formal , que la llevó hacia la fascinante entropía en la que se encuentra hoy, a la que se vienen incorporando los territorios europeos del Este y los Balcanes, con sus propias cargas dramáticas. En América latina es más difícil hacer una generalización como en Occidente desarrollado, tanto por las distintas densidades étnicas de sus territorios como por los procesos políticos a través de los cuales siguen intentando resolver sus dependencias, entre ellas las culturales. A esto se suma la disparidad de recursos para acceder a una formación técnico artística, primero, y a los medios contemporáneos de su ejercicio, después, unida a la carencia generalizada de infraestructuras institucionales de respaldo. En estos contextos, Chile asoma hoy como una excepción, por más que internamente nadie quiera darse por satisfecho.
Pero Chile ha seguido un proceso complejo y difícil para llegar adonde está. Los veinte años transcurridos desde la convocatoria a “Chile Vive” –hecha en 1986 por el Ministerio de Cultura de España a través del Centro de Expresión e Indagación Artística, Ceneca, sin mayor coincidencia onomástica–, son hoy una cifra cabal, abarcando con propiedad desde los años finales de la dictadura hasta el inicio de la democracia post transición, con su quincena de años intermedios. Para la fotografía, como probablemente para las demás artes, estas dos décadas marcan un periodo clave y determinante en su devenir. Con la asunción del primer gobierno de la Concertación, los contenidos consignatarios de la contingencia son paulatinamente superados por los hechos mismos, ahora capaces de hablar en primera persona, proyectando un vacío sobre buena parte del ejercicio fotográfico, que por otra parte ya no tiene mayores restricciones para exhibir lo suyo. Sobreviene entonces una situación donde el conflicto de poder mostrar se trastoca a permitirse mostrar, y donde las barreras se mantienen por mucho tiempo sólo porque nadie las retira, pues quienes las afirmaran por tanto tiempo se han marchado. Para muchos autores forjados, por así decir, en la resistencia crítica a la dictadura, el advenimiento de los nuevos tiempos les produce desasosiego, retirándose algunos del oficio, transitando otros cuantos más hacia los nuevos escenarios, y empecinándose en su militancia temática el resto. En la teoría y en la formación, también, el rezago de los fotógrafos mayores es notable, permeando a las generaciones intermedias con un pensamiento y una preparación de guerra, a la cual éstas parten a luchar para encontrar que ya no hay ninguna, o al menos no de aquella índole.

El fin de la dictadura no representa el fin de los conflictos sociales, políticos y culturales, por cierto; al contrario, representa el inicio de su dispersión y multiplicación en un contexto ahora global donde se han perdido los referentes precisos previos. Ello implica el incremento de la diversidad y la sutileza de las instancias de confrontación, lo cual compromete a su vez la apertura de los lenguajes hacia la percepción intuitiva y la manifestación sugerente, respecto a la lectura racional y la respuesta evidente de antaño. En estas circunstancias preformales, la paulatina integración de las tecnologías digitales, por una parte, y de las pautas experimentales de las artes visuales, por otra, sumadas al acceso a la creación mundial a través de internet, genera una nueva materialidad en la fotografía chilena, cuyas primeras manifestaciones de madurez son recogidas en la muestra “Fotografía: intervenciones, cruces y desvíos” curada por Enrique Zamudio y exhibida en el Museo Nacional de Bellas Artes en 1998. Zamudio es un artista visual que desde sus comienzos trabaja con la imagen fotográfica como soporte creativo, mientras la mitad de los veinte autores de la muestra posee formación fotográfica consistente en tanto la otra mitad proviene de las artes plásticas, constituyendo así, curador y convocados, un grupo paradigmático de los desplazamientos del momento.

Sin embargo, ninguno de los tres autores de los textos que acompañaron aquella muestra logró desprenderse e ir más allá de la referencia decimonónica de la fotografía en cuanto “facultad de fijar perdurablemente lo que es fugaz en el espacio y el tiempo” (Roberto Merino); “el instante fugaz y su capacidad emblemática en cuanto momento y mentalidad cultural” (Rita Ferrer); o incluso “[la problematización de la reproductibilidad, la mirada y la impresión de] la ‘escritura de la luz’” (Alberto Madrid, abordando la escritura sobre la fotografía), en citas tomadas al azar cuyo contexto resulta acá innecesario . No ha habido aún, desde el pensamiento y la crítica de la fotografía local, un discurso coherente dispuesto a enfrentar esta suerte de desmantelamiento de la fotografía “propiamente tal” que, para algunos, se radicaliza cuando parece arrastrar a su paso la memoria de la resistencia durante la dictadura donde, más que ningún otro actor artístico o cultural, los fotógrafos arriesgaron la vida al punto de morir en acción .
Este vacío sólo ha sido suplido parcialmente desde las artes visuales, acentuando así la evidencia de la crisis. En una exposición previa de 1996 en el mismo Museo Nacional de Bellas Artes, titulada “Los límites de la fotografía” y a la cual, simbólicamente, no fue invitado ningún fotógrafo sino cinco artistas visuales que ocupaban o aludían a la fotografía en sus trabajos –Gonzalo Díaz, Alfredo Jaar, Eduardo Vilches y Enrique Zamudio en lo primero; Alicia Villarreal en lo segundo–, Nelly Richard señalaba: “la falta de vinculaciones entre la red de la fotografía personal y otros circuitos de reflexión crítico-cultural sobre la imagen influyó para que las prácticas de los fotógrafos chilenos tendieran a permanecer alejadas de todo entrecruzamiento de soportes y técnicas. Sus prácticas se limitaron más bien, la mayoría de las veces, a dividirse entre el objetivismo primario del realismo documental (fototestimonio) y un subjetivismo estetizado por el convencionalismo poético de la ‘foto de autor’” . El tiempo ha confirmado la carencia inveterada en nuestro medio de un pensamiento crítico independiente centrado en la fotografía, capaz de percibir y evaluar su vertiginosa evolución en apenas cuatro décadas –sin quedarse adherido a las dos primeras– y, sobre todo, administrar intelectualmente la entropía exponencial en que ella se encuentra hoy y ante la cual hasta las acciones consolidatorias están llegando tarde para perderse fuera de cuadro. O, quizás, se ha hecho tarde incluso para ello y, como señala Carlos Navarrete en un texto reciente, son los propios fotógrafos quienes deben hacerse cargo de lo suyo, de administrar sus marcos teóricos, sus textos y sus curatorías , como viene ocurriendo por lo demás de un tiempo a esta parte, incluyendo la muestra “Chile (sobre) Vive” que introduce este texto.
En esta línea autocuratorial hay una tercera exposición importante de citar, titulada “Fragmentos” y realizada en el Museo de Arte Contemporáneo en 2001 bajo la responsabilidad de Héctor López. Fotógrafo documental de larga trayectoria, fundador de Contra Luz, la única galería privada de fotografía que existió durante la década de 1990, y profesor y director de la carrera de Fotografía en el Instituto Arcos que, junto a la Escuela de Foto Arte de Chile, es la entidad que mejores egresados ha entregado a la profesión, López eligió para esta muestra precisamente a ex alumnos de Arcos, provenientes de las últimas generaciones formadas en la doble transición hacia la democracia y hacia los nuevos lenguajes en la fotografía. La muestra refleja precisamente este borde crítico, donde algunos jóvenes autores –entre ellos Tomás Munita, hoy reportero internacional en territorios de alto riesgo, y Ricardo Portugueis, autor multifacético y multimedial de contenidos oníricos– empiezan a desplegar las miradas que los llevarán a traspasar los límites de una formación tradicional finalmente desbordada. A medio camino entre dos mundos, Héctor López parece asumir la curatoría como un acto de libertad a la vez que una despedida, antes de replegarse hacia la fotografía de viejo cuño que ejerce y dignifica desde el vórtice del caos.

La tensión autoral en la fotografía surge hoy del cuestionamiento total de esta disciplina documento-expresiva, involucrando incluso al propio oficio y a su instrumento, la cámara. No obstante y en cuanto la fotografía pueda considerarse cercana a las artes visuales contemporáneas, esta dislocación no será más extraña que lo que ocurre con las demás disciplinas de este amplio campo, con la escultura respecto a la instalación espacial, por ejemplo, o, en otro ámbito, con las imágenes fidedignas obtenidas por otros medios, como la ecografía, donde aquel “objeto tocado por la luz” que vemos en pantalla permanece completamente a oscuras. Al igual que lo que ocurre en tantas otras instancias, el problema de fondo pudiera estar precisamente en la amplia libertad que se le ha abierto a la fotografía, tanto en sus espacios de incursión como en los medios para recorrerlos, y la reserva o el temor que tales amplitudes suscitan entre quienes pensaron allegarse a una vocación más específica y con territorios acotados. Así también, como en aquellas otras instancias, el alivio puede surgir al entender que dicha libertad abre lugares para cada línea de práctica, la que ya no será exclusiva pero que, con su particularidad, contribuirá a la diversidad expresiva del conjunto ofreciendo nuevas respuestas a los ingentes conflictos que presenta la existencia en la actualidad. También, de no considerarse arte visual, la fotografía podrá seguir aportando a la documentación sensible del entorno y la contingencia, en equivalencia a otras disciplinas donde la forma está supeditada a la función, como es el caso del diseño, por ejemplo.

El fotógrafo podría ser hoy un intérprete multimedial sustentado en la capacidad subyacente de algún tipo de registro, eventualmente directo, de los referentes de la vida. Ésta es la tenue línea que lo separaría del artista visual, quien convoca los referentes sin intermediarlos para construir directamente sobre ellos su discurso de obra. La mediación del fotógrafo apunta a develar los énfasis potenciales de la huella, objetiva o subjetiva, íntima o universal, mientras el artista visual confiere tales énfasis a su arbitrio. En un fotógrafo hay más una búsqueda que deviene en psicoanálisis; en un artista visual más un encuentro que deriva en cirugía. Pero sobre ambos hay, por igual, una demanda siempre pendiente por la interpretación de sus referentes; es por esto y no obstante su origen distinto, que fotógrafos y artistas visuales convergen hoy en el amplio escenario de la visualidad con obras cuyas diferencias pueden llegar a ser apenas perceptibles. En términos objetivos, la distancia entre fotografía y artes visuales es hoy indiferente.

Institucionalidad y mercado
Hasta 2004, probablemente, la fotografía autoral –al igual que la por encargo, por lo demás– se seguía exhibiendo sólo en espacios públicos como museos e institutos culturales, manteniendo una ausencia tan ostentosa como vergonzosa en los espacios privados de las galerías. En este sentido, no pueden ser consideradas excepciones las exhibiciones en la galería Animal, de por sí un espacio proactivo de las vanguardias a todo riesgo, ni los concursos “Literarte: mi palabra, tu imagen” convocados por Chiletabacos y la galería Artespacio en 2002, 2003 y 2005, invitando a fotógrafos para que interpreten obras literarias y premiando los resultados, en un contexto definido por el auspicio corporativo. Situadas en el circuito de Alonso de Córdova y Nueva Costanera, ambas galerías han cumplido no obstante, desde el cambio de siglo, con instalar la fotografía autoral en el centro del galerismo privado comercial, aunque sin mayor efecto inmediato. En junio de 2004 Artespacio presenta la primera muestra de fotografía autoral en una galería privada, la que suscita antes curiosidad que alguna venta entre su público y sus coleccionistas. Luego, en octubre de ese año y tras una gestión de largo aliento a cargo de Verónica Besnier y Cristina Alemparte, el proyecto FotoAmérica concebido por el fotógrafo y empresario Roberto Edwards abre para la fotografía las puertas de las galerías privadas, integrándolas a un centenar de otros espacios de exhibición tradicionales y no tradicionales para sumar, hasta promediar diciembre, más de 140 exposiciones diferentes en la capital y algunas ciudades del país. El éxito de aquel evento llevará a sus organizadores a repetirlo en 2006, incrementando en un 50% su alcance, esta vez con más de 210 exhibiciones.
Pero el problema de las galerías no se resuelve con su disposición a sumarse por un par de semanas a un movimiento arrollador cada dos años. Existe en la gran mayoría de ellas un desconocimiento endémico de la fotografía, el que abarca todos sus códigos, desde los técnicos hasta los comerciales, pasando por su tradición y sus lenguajes, lo cual autoinhibe la incorporación de esta disciplina a estos espacios. A su vez, el potencial coleccionista se integra al círculo vicioso al percibir las carencias de su intermediario, prefiriendo abstenerse de correr un riesgo sin respaldo. El fotógrafo, por último, deambula entre aportar información básica sin ofender al galerista, quedar inmovilizado en la vergüenza ajena que lo embarga, o sentirse él ofendido ante tamaños desconocimientos. Cualquiera sea la actitud de éste, incluyendo su pasividad, así como la del coleccionista, no es sino la acción que emprendan las galerías la que puede modificar esta inercia. Pero, a fin de cuentas, una vez pasado el vendaval de FotoAmérica, se reinstala el statu quo; las galerías vuelven a su actividad centrada en las artes plásticas tradicionales, y los fotógrafos a los espacios institucionales. Probablemente no sea posible pedirle más al sistema, sino abrir nuevos canales autónomos, como ha sido el que se concretó en la galería AFA, adonde se presenta hoy “Chile (sobre) Vive”. Es más, con esta muestra de dimensión institucional presentada en una galería privada se estaría confirmando la independencia finalmente ganada por la fotografía en la difusión y comercialización de su propia producción.

La galería AFA (Lillian Allen, Elodie Fulton, Irene Abujatum) concreta la expectativa por largo pendiente de un espacio privado idóneo y profesional para la administración de fotografía contemporánea, responsabilidades que recaen en la fotógrafa Andrea Jösch, su curadora principal. Líder del colectivo La Nave (1998-2003), donde convergieron una docena de fotógrafos hoy representativos de las distintas facetas que ha tomado la fotografía en Chile, Jösch creó posteriormente junto a César Scotti el espacio virtual www.ojozurdo.cl, que reúne teoría, discusión e imagen alrededor de la práctica fotográfica actual, sumándose a otros espacios semejantes aunque de menor pertinencia y agudeza crítica. Andrea Jösch ha asesorado al Museo Nacional de Bellas Artes, a instituciones académicas y a entidades privadas en la promoción y divulgación de la fotografía, además de su labor para la galería AFA, cuya muestra “Chile (sobre) Vive” fue concebida y curada por ella, incorporando mi colaboración.

Los museos, institutos culturales y salas de fundaciones o empresas privadas destinadas a la exhibición de arte han adquirido en la última década una notable solvencia en la administración de exposiciones de fotografía, tanto por la frecuencia con que las han producido como por la importancia de muchas muestras internacionales que han recibido. Exhibiciones como las de Robert Doisneau o Henry Cartier-Bresson en el Museo Nacional de Bellas Artes han concluido siendo las que mayor público han llevado a un museo, bordeando los 100 mil visitantes la primera, en tanto la gestión del Museo de Arte Contemporáneo para traer selecciones de las bienales de São Paulo ha permitido ver de primera mano los cruces de arte y fotografía en el contexto contemporáneo internacional. En ambos casos, el papel de sus directores Milan Ivelic y Francisco Brugnoli, respectivamente, ha sido fundamental, e incluso, en el caso del primero, fundacional, en cuanto a la instalación de la fotografía nacional en las salas del MNBA desde los inicios de su gestión, a comienzos de los años 90.
Otra administración propicia ha sido la de la Fundación Telefónica, donde han concurrido muestras como la de fotografía latinoamericana “Mapas abiertos” (2005), curada por el español Alejandro Castellote, que permitió ver el despliegue de la fotografía regional en contraste con las inhibiciones locales, o la retrospectiva previa de 20 años de fotografía de la autora nacional Paz Errázuriz (2004). A esta gestión se suma la del Museo de Artes Visuales, cuyas salas han presentado una retrospectiva de Mariana Matthews (2002), como también al mexicano Manuel Álvarez Bravo (2001), el guatemalteco Luis González Palma (2004) y el español Chema Madoz (2006); el Centro Cultural Matucana 100, cuya exposición de paisajes de Enrique Zamudio (2004) en tensión con la obra del pintor Alberto Valenzuela Llanos (1869-1925) representó un giro dramático del autor hacia nuevos horizontes; o Amigos del Arte, con dos muestras de la fotografía trashumante de Jorge Brantmayer (2000 y 2004), así como diversas exposiciones individuales y colectivas acogidas por este conjunto de entidades. Ellas se agregan a espacios tradicionalmente receptivos a la fotografía como el Instituto Chileno-Norteamericano de Cultura y el Instituto Cultural de Las Condes, donde no obstante la censura conservadora que los ha caracterizado han exhibido por primera vez diversos autores hoy consolidados. Esta bonanza institucional se completa con los circuitos periféricos levantados por el Museo Nacional de Bellas Artes y el grupo Mall Plaza, llevando exposiciones de fotografía contemporánea a los recintos de esta cadena, que cuentan con una afluencia excepcional de público no iniciado.
El espacio editorial, por el contrario, ha sido más bien irregular, aunque se trata de un campo donde coinciden las carencias de todas las artes. El esfuerzo más consistente, no obstante sus frecuentes interrupciones, ha sido el de Lom Ediciones, que ha publicado series patrimoniales y ediciones especiales ya sean temáticas o de autores, a la que se ha sumado recientemente Pehuén Editores, que está desarrollando un programa de publicaciones asociadas al Bicentenario de Chile. Por su parte, el Centro Nacional del Patrimonio Fotográfico hizo posible en 2001 –año de su establecimiento bajo la dirección de Ilonka Csillag– la publicación del libro de Hernán Rodríguez Fotógrafos en Chile durante el siglo XIX, piedra angular de la historia de nuestra fotografía y cuyos primeros borradores habían aportado 15 años antes a la redacción del texto para “Chile Vive”. El resto de las publicaciones importantes lo constituyen catálogos de cierta envergadura y esmerada impresión, donde convergen con frecuencia fondos aportados directamente por el fotógrafo, ante los vacíos del auspicio privado o institucional.

Con el establecimiento en 1992 de los fondos concursables para las artes, inicialmente Fondart, el Estado dio un paso fundamental para hacer posible el financiamiento de proyectos de creación en un país donde todavía el arte es una asignatura optativa en la formación escolar, herencia de la dictadura que aún no ha sido modificada. Perfeccionado sucesivamente, el nuevo formato de estos fondos representó en 2005 un aporte directo a las artes visuales de un millón de dólares, de los cuales un 20% derivó a la especialidad autónoma de Fotografía, repartiéndose en montos casi semejantes entre proyectos de la Región Metropolitana y del resto del país . La designación de la fotografía como un área independiente de las artes visuales, al interior de las cuales permaneció hasta 2004, fue uno de los principales logros de la Sociedad Chilena de la Fotografía, entidad gremial reconstituida en vísperas de la implementación de la nueva legislación que creó el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, o Ministerio de Cultura, en 2003. Sin embargo, esta marginación exitosa respecto a las demás artes visuales, por más que tácticamente acertada tras largos años de mimetización, no puede verse sino como un canto del cisne ante la absorción irreversible de la fotografía en aquel ámbito mayor, o al menos de toda fotografía que no sea la directamente documental y tradicional. A pesar de las diferencias particularmente sutiles entre artes visuales y fotografía contemporánea, especuladas más arriba, el producto suele resultar tan semejante que la inscripción de muchos proyectos podría hacerse indistintamente en un área u otra, prestándose a confusiones, duplicaciones y, también, abusos; por otra parte, el contar con una categoría exclusiva para proyectos finalmente de raigambre ortodoxa puede ser desproporcionado e injusto frente al mix donde compiten las demás especialidades esencialmente creativas.

La institución de un Museo de la Fotografía, cuyo contenido y forma están actualmente en plena discusión, siendo ya un propósito del Estado para el Bicentenario de 2010, puede adolecer de cruces y confusiones semejantes a los indicados en el acápite anterior. Existen colecciones de fotografía histórica debidamente clasificadas y conservadas en el Museo Histórico Nacional, así como en el Centro Nacional del Patrimonio Fotográfico, además de colecciones privadas reconocidas, lo que llevaría a concebir un Museo de la Fotografía centrado en la fotografía contemporánea, v.g. de mediados del siglo XX a la fecha, que es donde se abre el vacío de documentación y archivo. No obstante, y en atención a las convergencias anotadas entre fotografía y artes visuales, se anticipa la dificultad de constituir un espacio que no duplique la inclusión de fotografía contemporánea en su sentido más amplio, la cual ya está siendo incorporada en forma sistemática a las colecciones de los principales museos de arte, o, peor, que censure esta fotografía abierta y se circunscriba a medio siglo de fotografía tradicional. Al cerrar este texto, el tema del Museo de la Fotografía no puede ser más atingente al momento que (sobre) vive la fotografía autoral en Chile, veinte años después de “Chile Vive”.

Mario Fonseca
Santiago, noviembre 2006


La muestra “Chile (sobre) Vive” despliega las diversas facetas que ofrece la fotografía contemporánea local, eminentemente introspectiva, metafórica y experimental, y donde el compromiso social proviene más de la vivencia existencial del propio autor que del registro testimonial de la vida de otro.