Martín Chambi


Texto para la
exposición retrospectiva de Martín Chambi en el Museo Nacional de Bellas Artes

UNO

Hojeo el libro de Publio López Mondéjar, el de José Carlos Huayhuaca, a ver cómo traerlos a que nos cuenten sobre Chambi. El primero parte citando a Vallejo:
Perdonen la tristeza
y lo dice todo antes de empezar.

Perú es un país tan difícil de aprehender. Y atenernos, a propósito de Chambi, sólo a lo andino, no va simplificarnos las cosas: lo andino es el nudo de la complejidad del Perú. Allí está la tristeza; allí también la gloria. Podríamos decir que una sucedió a la otra, que el fin del Imperio Incaico por cuenta de España desplegó el manto del luto de estos cuatro siglos y medio, pero ello sólo nos abre puertas a nuevas puertas por abrir. Coilluriti es una fiesta religiosa a cinco mil metros de altura donde al amparo de una capilla católica y un obispo resignado se expresan cada año milenarios ritos iniciáticos que contradicen cualquier pretendida conversión, por ejemplo. Otro ejemplo: para la gente de los Andes, Occidente o el propio Sendero Luminoso no son sino capítulos de un paréntesis anunciado cuyo fin también está previsto y ante lo cual no hay más que sentarse a esperar que pase un milenio –y en eso están los descendientes de Túpac Yupanqui–.
Etcétera.

• • •

Túpac Yupanqui fue el inca bajo cuyo reinado el Imperio alcanzó su máxima extensión, desde la frontera de Ecuador con Colombia hasta el Bio Bio en Chile. En el centro de este vasto Imperio se encontraba la capital, Cuzco, y allí llega Martín Chambi a los 29 años a establecer su estudio definitivo, tras completar su formación en el de Max Vargas en Arequipa y pasar una temporada en Sicuani. Huayhuaca destaca la trascendencia de este encuentro del fotógrafo con la antigua capital imperial, que le permite reasumir su identidad inhibida desde joven, ya fuera en su primer trabajo en una empresa minera británica o, más recientemente, en el elegante estudio arequipeño de Vargas, donde sus rasgos autóctonos contrastaban demasiado con la llamada Ciudad Blanca. Pero, aun llegado al Cuzco en un momento de gran auge indigenista como fueron los años ‘20, Chambi aprende a navegar entre la sociedad dominante y su propia gente, lo cual es fundamental para permitirle retratar los abismos y los puentes que relacionan ambos mundos.
A la manera de Garcilaso de la Vega o Guamán Poma de Ayala en el siglo XVII, Martín Chambi registra el tránsito del legado incaico en un mundo que se occidentaliza inexorablemente, y lo hace desde adentro. Discrepo así de la frase de la fotógrafa argentina Sara Facio en el sentido que Chambi sería el primero en retratar a los suyos con ojos descolonizados: él es un colonizado más. Lo que Chambi hace es retratarlos por primera vez de igual a igual –de colonizado a colonizado–, y en ello está la valía de su registro. Cuando vemos el detalle de un muro de un templo o la primera motocicleta de la ciudad o a tres campesinos con su hermano fraile, la mirada que nos muestra estas escenas es congénita a cada una de ellas. Y aunque menos lejana que la de un Garcilaso nostálgico, o más distante que la de un Guamán Poma crítico, no por pedir disculpas olvida la tristeza.

DOS

“Veo los ojos que han visto al Emperador” se dijo Roland Barthes cuando vio una foto del hermano menor de Napoleón. Siglo y medio atrás, un amigo de Daguerre afirmaba: “No nos atrevíamos por de pronto a contemplar largo tiempo las primeras imágenes que confeccionó. Recelábamos ante la nitidez de esos personajes y creíamos que sus (…) rostros podían, desde la imagen, vernos a nosotros.” Paz Errázuriz, en fin, me comenta que sus parejas de locos, al ver por primera vez los retratos que ella les había hecho, los asumían como una suerte de certificado de matrimonio –del que carecían y jamás tendrían.
Estas tres miradas sobre la mirada en la fotografía se cruzan con el trabajo de Martín Chambi. Son, por lo demás, tres confirmaciones de la independencia de la fotografía respecto a la pintura, particularmente en el terreno de lo documental, que es el de Chambi. Chambi no es un fotógrafo “artístico” o “creativo”, en el sentido de lo experimental, pero tampoco es un fotógrafo “social”, en el sentido de la denuncia o, menos aún, de la crítica. Él registra y establece un panorama de su tiempo y abre, a partir de esta documentación, el espacio para la crítica social. En cuanto a su “arte” –si se quiere emplear el término–, éste radica en la mudanza de roles que aplica al subir a su estrado de retratos por encargo a personajes que no le han encargado nada –y esto es válido en la calle o en las serranías, en los acontecimientos o en los paisajes que registra, también sin mandato–. La figura del gigante de Paruro con el telón sinfín detrás se convertirá así en modelo emblemático de una fotografía ahora efectivamente “artística”, pero en manos de un Irving Penn o quienes más o menos felizmente lo copien. Porque está claro que ni las mujeres marroquíes ni los guerreros de Nueva Guinea ni los propios niños cuzqueños de Penn reciben ni devuelven la mirada de Chambi.
Por más que “all is pretty”, como decía Warhol (o “el mundo es hermoso”, como se le adelantó Walter Benjamin).

• • •

Barthes acercaba la fotografía al arte no a través de la pintura sino del teatro, y ello gracias a un mediador particular: la muerte. Desde antiguo, los actores representaban a personajes muertos, y ello no ha cesado. La fotografía de registro nos presenta personajes –y escenarios, y situaciones– que han sido (por más que sigan siendo), y nos revive un instante de sus vidas o aconteceres. Su puesta en escena, en particular entre quienes más quieren ser vistos “como eran” (así se quisieran), se desarrolla a través de la pose y en ese sentido resulta sumamente teatral, como gran parte de los retratos de Chambi –en rigor, como todos sus retratos por encargo–. Y Chambi no sólo es un director de escena consumado, sino un dramaturgo y, en especial, un gran satírico.
Martín Chambi no deja pasar la oportunidad de poner en evidencia las pequeñas miserias de sus retratados, de dejarnos ver sus debilidades escondidas detrás de la máscara y el vestuario y, por supuesto, detrás de la pose. Sin embargo, esta tarea que se da la cumple con un cuidado muy próximo a la ternura, con un amor fraterno de alguien que se reconoce a sí mismo también débil e inseguro, inserto en una sociedad dispar y lacerante donde su lugar no es precisamente el mejor. Con un sólo cariño, auténtico y universal, se ríe por igual de la pretensión de los encumbrados y del patetismo cómico de los suyos, de la tragicomedia cuzqueña, andina, iberoamericana. Y mientras retrata así a los demás, no deja de autorretratarse él también.

Mario Fonseca
Santiago, marzo de 1995


(Revisado el 16.06.04.)