A propósito de la fotografía en Chile


Claudio Bertoni 1981

Texto preparado para la sección de fotografía del catálogo de la muestra “Chile Vive” organizada por el Ministerio de Cultura de España y realizada en Madrid, España, en enero y febrero de 1987

No hay historia; no hay crítica, no hay mercado. Hacer la fotografía en Chile es hoy una aventura, como también lo es escribir este texto. Hago excusa de esta circunstancia y, más que para el catálogo de la muestra del Ministerio de Cultura de España, apuro estas líneas para que los treinta y dos que van y los que no llegaron aten algunos cabos de tantos que están sueltos, o talvez más bien para que suelten los que están mal anudados.

No hay historia
No hay historia precisa de la fotografía chilena. Lo que hay, los datos y referencias, las propias fotografías, responden a los órdenes de la historia de Chile. No tienen la perspectiva de la fotografía como expresión de autor; son documentos. Un esfuerzo importante y reciente realizado por el Museo Histórico Nacional confirma lo dicho: copiosa iconografía de personas, lugares y situaciones del devenir de un siglo y tanto del país, en que los fotógrafos anónimos superan largamente en número a los personajes anónimos. Sucede parecido en muchas partes, cierto, pero afirmemos que aquí es grave, en contraste con el presente: treinta y dos autores con nombre y apellidos frente a colegiales, pobladores, ancianas, bellezas, juglares, policías, borrachines y travestis anónimos de cada día, en esta muestra que va a España.
Algo se encuentra, sin embargo, y procede consignarlo, en ciertos casos quizás por primera vez. De los daguerrotipos llegados al país a partir de 1840 uno se ahoga con su dueño, el otro se rompe a lomo de mula, los que siguen son mal operados y recién hacia 1845, según el Museo Histórico, unos señores Ward, de los Estados Unidos, inician en Valparaíso el desarrollo adecuado de este sistema. Entre líneas descubrimos también que el chileno José Dolores Fuenzalida aprende el oficio trabajando con algunos de aquellos pioneros fallidos, y que en ese mismo 1845 instala su propio estudio en el puerto. En 1851, también en Valparaíso, los alemanes Boehme y Alexander ofrecen por primera vez retratos en papel, dando comienzo a la apasionada competencia entre daguerrotipistas y fotógrafos, que ganarán finalmente los segundos con el atractivo marketing de sus copias miniaturas para anillos y guardapelos y sus ampliaciones gigantes a tamaño natural.
El recuerdo principal de los daguerrotipos de entonces queda en la obra del inglés William Helsby y sus diez años en Chile, entre 1846 y 1856. (También me gusta recoger su huella sensible en las luces texturadas de su sobrino nieto, el pintor Alfredo Helsby). De los fotógrafos, los tres años del francés Víctor Deroche en el país son también recuerdo principal del período. Gestiona la participación de la fotografía en la sección de artes plásticas de la Exposición Nacional de 1855, y obtiene premio. Repite el mérito en 1856, año en que se va de Chile, al igual que Helsby.

La “Carte de visite” de Disderi llegó pronto de París. En 1859 se inaugura en Santiago el primer local elegante de fotografía, Mythos, y la costumbre social de repartir, intercambiar y coleccionar retratos. Los álbumes crecen y se multiplican, los estudios también, en Santiago, Valparaíso y las principales ciudades del centro y sur del país. Carlos Renard, fundador de Mythos con Federico Leiva, entabla un juicio en 1863 por la reproducción no autorizada de un retrato de su estudio, surgiendo los primeros alegatos públicos entre el carácter artístico o de simple reproducción mecánica de la fotografía, el primer intento de proteger al fotógrafo bajo la misma legislación que cautela a las artes plásticas. Con la llegada del francés P. E. Garreaud y el estímulo de la burguesía pudiente y vanidosa se suceden las innovaciones técnicas a partir de los años 70 de aquel siglo, variando los formatos –retrato-álbum; tarjeta imperial¬–, aplicándose efectos divertidos y curiosos –glacé, esmaltado, crayón, “Rembrandt”–, y llevando el retrato a la refinación y el lujo. Son rescatables de entre guardas doradas y escenografías rebuscadas ciertos aciertos en la composición, ciertos materiales nobles que permiten tomar las imágenes en las manos y escribir de ello cien años después. Pero detrás de los lentes se nos escapa seguramente más de algún auténtico fotógrafo, artista incluso desconocido para él mismo, que trabaja para las grandes firmas comerciales. Es sólo a ellas a quienes puede recordar el Museo, por su registro del acontecer y el entorno histórico de las décadas finales del siglo.
La sociedad y los paisajes urbanos son fijados sistemática y meticulosamente por Garreaud y sus socios y luego herederos, Jorge Valck en Valparaíso, Félix Leblanc y Esteban Adaro en Santiago y el resto del país por los suizos Emanuel Holzach y Hanz Frey; por el alemán Carlos Bischoff y el norteamericano Eduardo Spencer, asociados un tiempo bajo el lema Sciencia in arte y conocidos además por sus vistas estereoscópicas, novedad y entretenimiento de entonces. Spencer también queda en la memoria por sus fotografías de la campaña del ejército chileno en la Guerra del Pacífico, entre 1879 y 1882. Y, en fin, llega el canadiense Obder Heffer a dar la vuelta al siglo, contratado primero por Leblanc para Fotografía Garreaud, en 1886; haciéndose cargo de la antigua casa diez años después; cambiándole nombre por el propio a partir de 1900, junto con dotarla de las mejores instalaciones de América, según el decir. Los retratos tomados en sus grandes salones, con luces y telones escogidos cuidadamente para reflejar cada carácter y voluntad, constituyen un acontecimiento social hasta entradas las primeras décadas del nuevo siglo.
Fuera de los salones, mientras tanto, un médico y fotógrafo aficionado Emilio Hagnauer, registra en agosto de 1891 los campos de Placilla, cubiertos con tres mil cadáveres de leales y opositores al presidente José Manuel Balmaceda, quien, derrotado, renuncia al gobierno y a los pocos días se suicida. A quince años de distancia, Jorge Allan, sucesor en la casa Spencer, hace otro tanto registrando en Valparaíso la destrucción del terremoto de agosto de 1906. Tal como Allan, Luis Poirot recorrerá las calles de Santiago tras el terremoto de marzo de 1985. Tal como Hagnauer, Marcelo Montecino recorrerá el lugar de la batalla tras el derrocamiento de Salvador Allende en septiembre de 1973. Puentes de ochenta años entre un aficionado y un empresario de la fotografía y dos fotógrafos con definición de actividad vocacional intransable. ¿Cuándo surge aquel autor individual, cuándo se da nombre a un estilo personal?
Talvez con Navarro Martínez, hacia fines del XIX, cuyos retratos quieren penetrar más a la persona, quieren iluminar y componer interpretándola y no sólo ilustrándola a la manera y con los recursos de Heffer, por ejemplo. También con un acceso al medio que se amplía y facilita, en esas mismas últimas décadas, a través de importadores que junto con publicitar novedosas máquinas fotográficas enseñan a operarlas y se ofrecen para revelar y copiar si el interesado aún no domina las técnicas. Surgen entonces instantáneas anónimas por doquier, diversas, insólitas, buenas y malas, a la par con el auge de los grandes estudios, y el ámbito individual empieza a constituir su espacio. Se crean los primeros foto-clubes, en Valparaíso en 1902, en Santiago en 1904; a Navarro Martínez le publican sus imágenes en la sección “Fotografía Artística” del semanario Sucesos; el Diario Ilustrado llama a un concurso nacional de instantáneas al que acuden envíos de todo el país; el diario El Mercurio organiza una exposición “de Arte Fotográfico” en 1904; en 1907 la revista Zig Zag inaugura su primer Salón Anual de la Fotografía... Si bien de todo ello queda apenas el recuento, y tan pocas imágenes, las raíces de la fotografía de autor, de la creación personal están echadas y empiezan a profundizar de generación en generación. Así creemos. O así queremos creer.

Jorge (Georges) Sauré se hace conocido en Santiago hacia comienzos de los años 20. Viene de Concepción y retrata a su manera, con luz ambiental y sin aspavientos: “... no me gusta hacer de la fotografía un espectáculo”. Me muestran una fotografía horizontal, el retratado a medio cuerpo sentado en un sillón bien hacia la derecha, la cabeza girada aún más hacia la derecha ¿Se nos va todo a la derecha? No, el brazo derecho cruza hacia la izquierda a través de la foto, la luz de la mano lo guía contra el fondo sepia oscuro. Tampoco se va la mirada, apuntando al lente que lo retrata. Ni la sonrisa, a punto de levantar su toque de sorna hacia este lado. Retrato magistral de personaje que no interesaría jamás al Museo, encontrado en un librero de viejo. Reliquia única de fotógrafo que trabajó hasta el ‘35 y más tarde quemó todos sus negativos. Pero hay retratados suyos que se hicieron famosos, y así las imprentas nos trajeron las fotos hasta hoy. Ahí está Pablo Neruda, con capa. Y hay discípulos suyos que marcaron momentos brillantes, aunque talvez alguno ejerció demasiado. Ahí está Alfredo Molina; ahí, Jorge Opazo.
En otra parte está Antonio Quintana, que viene de más lejos, por otros senderos. Fotógrafo que recorre el país, que retrata los caminos, los funerales, los tendidos del ferrocarril, las danzas paganas en las celebraciones católicas. Enseña, también, y desarrolla los archivos de la Universidad de Chile, que es el otro lugar donde se puede ir a pedir algo. Su fotografía social, consecuente con su militancia comunista, recoge instantes hasta entonces postergados si no es por el documento, la anécdota o el pintorequismo, y reivindica su esencia y consecuencia a la vez que los marca con su impronta personal, ruda y voluntariosa. A Quintana se le conoce desde fines de los años 30; muere en 1972. Ha sobrevivido a Molina –1971–, pero no así a Opazo –1979–. A todos los sobrevive Sauré, quien muere en 1985, cincuenta años después de haber abandonado para siempre la fotografía.

A contar de los años 30, un siglo después de su invención, la fotografía está difundida en el mundo y su ejercicio ya sea como registro documental o como expresión artística se ha hecho cotidiano. En el “espacio de acá”, poco menos; algo de magia persiste aún, también el acceso a los medios materiales es más azaroso, y el respaldo llega más para el reportero que para el autor, salvo que éste se las arregle con los retratos, la enseñanza y algunos trabajos industriales. Molina, Opazo y Quintana surgen, cada cual a su manera, de estos recursos, mientras en prensa y revistas publican en torrente los seis hermanos Torrente y cuatro más de apellido Rubio, entre otros.
Más allá del sueldo fijo, las distancias del reportero gráfico al artista se hacen evidentes, marcadas, parecen difíciles de conciliar. Hasta que a Sergio Larraín le regalan su primera cámara para que registre su primer viaje a Europa. Comienza la década de los ‘50 y él se queda en París: puede hacerlo como pocos, es cierto, pero se requiere algo más que dinero para sobrevivir unos años e ingresar luego a Magnum, al grupo de los diecisiete elegidos de Cartier Bresson. Publica en Life, publica en las grandes revistas ilustradas de los ‘50 y los ‘60. Está en Argelia, en el frente de la guerra de los pied-noirs. Está en Sicilia, reporteando la mafia, donde pocos se atreven. Así también se atreverá más tarde a renunciar a Magnum, por principios morales, para no seguir difundiendo la guerra, para no profitar indirectamente del narcotráfico, el crimen, la tragedia, como dirá entonces. Su fotografía se hace más personal, más profunda en su mayor simpleza. La vemos publicada en anuarios, en las revistas importadas de fotografía que comprábamos tan caras. De esos años, de 1968, es el libro Chili que hoy hojeo con asombro. Libro de una colección turística suiza, escrito por un tal Jean Mayer e ilustrado con una centena de fotos de Larraín: ahí están esos caballos lejanos en la pampa norteña, a través del parabrisas trizado de un camión abandonado, o los niños marginales de aquella serie en que convivió con ellos bajo los puentes, sonriendo a la cámara, o la mirada inquietante de una amiga que hace las veces de “femme chilienne”, como dice la lectura de foto. También los jubilados santiaguinos de sombrero y abrigo frente al Banco de Chile, y los pescadores de Chiloé, mil y tantos kilómetros más al sur.
Sergio Larraín se recluyó en las montañas, hará diez años ya de esto. De tarde en tarde manda alguna foto para contribuir a la publicación de una antología, rara vez a una muestra colectiva. Resulta natural que no esté presente en este envío a España.

En los años 60, comprarse una cámara fotográfica en Chile era impensable. Artículo suntuario, decía la ley, y se le aplicaba un diez mil por ciento de impuesto. Los reporteros contratados contaban con el apoyo de sus medios, a veces. El free-lancer, el del estudio independiente, se las arreglaba con el contrabando de algún amigo viajero, con el mercado negro, con las ventas de “segunda mano”. Mucho desecho corría en eso, mucho equipo rechazado por el control de calidad del fabricante llegaba vía Panamá, entonces.
Así y todo, la fotografía se consolidaba como medio de expresión personal. Pronto llegaría Blow-up y el estímulo a los asiduos a Antonioni para encontrar algo más accesible, a pesar de todo, que la utopía de hacer cine. Ya había llegado, años antes, un polaco medio héroe y medio víctima de la Segunda Guerra Mundial, Bob Borowicz, quien se hizo pronto espacio de admiración y ejemplo en tanto ámbito que tocaba. Moda, retrato, paisaje, industria y enseñanza; Borowicz junto a Luis Ladrón de Guevara, Horacio Walker y, desde historias más atrás, Tito Vásquez, abarcaban amplios tramos de la fotografía profesional y personal de entonces. Siguen algunos viviendo hoy de aquélla, aunque poco se ve de su obra individual, tanto o más valiosa.
Otros de aquel tiempo y unos más nuevos sí muestran cosas personales pero muchos no me gustan, aunque su perseverancia admira. Agrupados los mejores y la academia en el Foto Cine Club de Chile, benemérita institución próxima a cumplir medio siglo, han incluido algunos trabajos en el envío a España. Los de Lincoyán Parada son botón de muestra de una obra sólida, intransigente.

Ciento veinticinco años después de los primeros daguerrotipos aprobados por el Museo Histórico Nacional, la historia nacional cambia sus fotografías y todo, no es para menos. Los tres años del gobierno de Salvador Allende y su derrocamiento en 1973 por las Fuerzas Armadas y de Orden cuestionan teoría y práctica, hecho y derecho, vida y muerte. También cuestionan compromiso, supervivencia, solidaridad, objetividad. Vocación y deber, en fin, también, y así vemos en esta muestra a tanto fotógrafo en el frente, arriesgando más que la cámara y unos golpes, como se ha visto, mientras los paisajes lejanos de su corazón siguen esperando indefinidamente.
A partir de 1970 Chile es un ir y venir de reporteros que son enviados a retratar la vía chilena al socialismo, que registrarán más tarde su defunción y que llegan hasta hoy siguiendo los procesos póstumos. El norteamericano David Burnett cubre el golpe y los funerales de Neruda, semana y media después. Luego partirá hacia la caída, tan distinta, del Shah de Irán; después a Tailandia y a donde sea que hoy se encuentre. Otros no sobreviven al 11 de septiembre de 1973 y los días siguientes, sean visitas o locales. A Marcelo Montecino le matan un hermano, también fotógrafo. Se marcha y empieza a volver recién cinco años después, muy de tarde en tarde. En el entretanto cubre Centroamérica, vive en Washington DC. Lucho Poirot se va a España con sus retratos de Neruda y tantos otros de la cultura chilena, y hace entonces muchos más, de la historia también, del mundo. Ahora está en Chile de vuelta; o no, en verdad está en Madrid en esta tamaña exposición que dice que aún vivimos, que no nos hemos muerto, ya que parece que alguna vez nacimos, con fotografías y todo. No es para menos.

No hay crítica, no hay mercado
No hay crítica, no hay mercado; apenas la disposición de algunos para sustraerse a su oficio y tentar un ensayo –por lo general escrito desde la perspectiva de este oficio más que desde la fotografía–, y la buena voluntad de otros para canjear unas cuantas copias por la impresión de un catálogo barato. La supervivencia económica se da en la venta de reportajes a revistas, los más ofrecidos al azar, los menos por encargo; ya sea en ocuparse de planta en algún medio impreso –pero siempre compitiendo en precio y aprecio con el reportero gráfico nato–; ya sea en las clases (enseñando por igual al que tiene vocación y al ocioso), en los pocos archivos, en los menos nada. O ya sea buscándose un empleo serio y decente. También está la fotografía publicitaria, donde hay mercado, y fuerte. Y donde hay crítica y juicio: están los concursos anuales de publicidad gráfica –aunque el premio se lo lleve siempre la agencia–. Está también Fotop, la asociación de fotógrafos profesionales, que en el par de años que existe ha regulado tarifas y condiciones de trabajo y ha organizado ya dos salones anuales con selección y premios a cargo de un jurado calificado. Y hay nivel, calidad y vocación en este ámbito. René Combeau, fotógrafo de teatro y luego el maestro de la fotografía publicitaria de estudio, desde fines de los ‘60, ha sido orientador generoso no sólo de sus colegas más jóvenes sino de más de algún artista, a pesar de su frase secreta “nunca he hecho una fotografía personal, siempre por encargo”. En todo caso, ninguno de los fotógrafos que van a España ejerce la fotografía publicitaria como profesión estable.

La falta de una crítica comprometida con la fotografía contrasta con un promedio de una exposición mensual sólo en Santiago, en los dos años recientes. Para nuestro medio se trata de un número relevante, como lo es la cantidad de fotógrafos que participan en estas exposiciones, muchas de ellas colectivas. Las pocas instancias de crítica seria de arte quedan prácticamente en ninguna en el caso de la fotografía, si uno margina los recuentos que hace el periodismo cultural –igualmente escasos– y las incursiones poco afortunadas de algún crítico que apenas puede ponerse al día en las artes plásticas, que son su tema, y que en el mejor de los casos incorporará a este ámbito la fotografía, porque es “moderna”. Sin embargo, no podemos dejar de mencionar que la fotografía chilena actual es un movimiento en formación, como tal recién desde hace menos de diez años, y que la poca crítica rigurosa se ha concentrado en este período en las artes plásticas (de la fotocopia al video, de la instalación al cuerpo, pasando por los medios más tradicionales), donde la escena ha sido mucho más rica en procesos y proyecciones.
No es fácil así separar de modo estricto a los buenos de los malos fotógrafos –quizás sólo las buenas de las malas fotografías– sin correr el riesgo de ser prematuro en muchos casos, abortivo tal vez con un movimiento en procesos. A diferencia de las artes plásticas (perdón, esta vez y las otras, por el apellido), que cuentan con sus tendencias y cultores, con sus espacios y publicaciones –no importa si azarosas y marginales–, con su crítica oficial y alternativa, con sus premios y becas –gloriosas en el boom; todavía merecibles tras el crash–, y con un mercado, aunque inestable, perceptible, la fotografía chilena carece aún de algún entorno y una mínima fe pide anteponer una mirada generosa a cualquier instancia de evaluación. Esta disposición positiva hacia el conjunto, sin embargo, no excluye destacar con el mayor rigor la obra de un corto número de fotógrafos –quizás diez– de los cuales la mayoría está en la muestra que va a España. Pero falta Leonora Vicuña, por ejemplo.

En 1981 se constituye la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI). Han concurrido (Leonora Vicuña entre otros) quienes coinciden en un pensamiento exigente sobre la fotografía como instancia de expresión, valoran la calidad y la disciplina en su ejercicio, y postulan un compromiso con la realidad social y política del país, tan crucial como inevitable. La vocación de este incipiente movimiento cultural, a la vez que agrupación gremial, se consolida en los breves años que transcurren. Participa en numerosas exposiciones individuales y colectivas dentro y fuera de los ámbitos habituales –van a parroquias, poblaciones marginales, galerías alternativas, además de ocupar el circuito que aparece en las guías culturales–. Participa también en la organización de encuentros y publicaciones en los que priman objetivos básicos como dignificar la profesión y generar calor entre colegas, frente a un medio institucional indiferente cuando no hostil. Pero los éxitos de unas veces no lo son tanto otras. A la publicación del Primer Anuario Fotográfico Chileno a fines de 1981, le sucede el año siguiente un Segundo Anuario mucho más completo –cerca de 120 fotógrafos; un tercio perteneciente a la AFI–, pero del cual hasta hoy sólo se conocen unos cuantos ejemplares: la edición confiscada en Canadá por problemas entre el auspiciador y el impresor. Tercer Anuario no ha habido –¡a quién se le ocurre!–.
En julio de 1986 muere por quemaduras Rodrigo Rojas, joven fotógrafo en sus primeros pasos, en un incidente en el que está involucrada una patrulla militar. La AFI organiza una exposición póstuma con la participación anónima de sus integrantes y donde también se presentan trabajos de la víctima, éstos sí con nombre. La muestra dura cinco semanas y a ella asisten más de diez mil personas, cifras inusuales en el oficio. Dos años antes el Museo Nacional de Bellas Artes censura las obras de dos fotógrafos que participan en el Salón Anual que éste organiza desde varios años atrás. La AFI no participa en el siguiente evento, lo que inevitablemente lleva a suspenderlo en 1986, en un hecho improbable con anterioridad a la existencia de la Asociación.

Del conjunto de treinta y dos fotógrafos que participan en el envío a España, la mitad pertenece a la AFI. Y si bien –y aunque el llamado a la muestra fue amplio y abierto– no van todos los que hubiéramos querido que fueran, el número de participantes es en sí significativo, así como lo es la proporción de miembros de la AFI que lo integra. Al lado de obras como las de Marcelo Montecino o Luis Poirot, que llegan de más lejos, los trabajos de los fotógrafos pertenecientes a la AFI –desde Ianiszewski, Riobó y Marinello hasta uno tan joven como Claudio Pérez– representan lo más vivo e inquietante de la fotografía chilena actual. O, en todo caso, así es como se está haciendo el camino.

Hay fotografía: aquí, unas cuantas
• El poeta Claudio Bertoni es fotógrafo; viceversa cuando publica. Cito sus mujeres de cuerpos perezosos, atravesando el cuadro mientras giran con el foco en fuga, con la imagen ligeramente movida, titilando. El las ve partir de reojo, por encima del brazo en que descansa la cabeza, por entre las piernas ya en calma después del amor. Hasta que se pierden con la luz. Entonces vuelve a los objetos a su alrededor y trabaja con ellos, pero yo percibo aún cercano ese cuerpo, si no desnudo, aún a medio vestir.
• Luis Weinstein acosa a sus sujetos aunque les deje todo el cielo y la tierra que el lente pueda darle o el encuadre los perdone y apenas sólo su sombra resulte atrapada. Acusa el instante de la toma y cada situación queda a merced del vidente: personas in fraganti, objetos congelados, a veces también de puro pánico. Casi todo lo que permite el gran angular con su inveterada indiscreción y el paso rápido de Weinstein, cuando están por descubrirlo.
• Helen Hughes, Marco Ugarte, Álvaro Hoppe y otros tantos trabajan en primera fila para agencias internacionales que quieren sangre fresca –hay bastante–, para revistas que cierra el Estado de Sitio, para la esperanza de que no siga más todo esto también, así creo. Pero hay que ver para creer a Helen Hughes, menuda, sonrisa tímida, y darse con sus fotos tomadas a nivel vista, con lente corto, con el cañón largo que le apunta de vuelta. En otra carpeta guarda más primeros planos, esta vez de fiestas privadas donde cada desaforado lo que más quisiera es que lo vieran así de pintado en el show de Madrid.
• Luis Poirot desespera conmigo por las carencias de la fotografía chilena, pero ha traído sus recuentos para echarme una mano con este texto. Ya haremos algo mientras, yo en lo mío y él en sus proyectos de largo aliento. Retrata lo que queda de lo que quisieron ser algunas casas del viejo Santiago antes del último terremoto; retrata también a Neruda cuando ya no está, y hace un hermoso libro. En lo cotidiano, retrata como siempre a los nuevos actores culturales de Chile, pero esta vez agrega a los fotógrafos –quiere pillarse la cola–. Ahí están las miradas, los gestos de cada rostro sustraído a su entorno y escombrado con perseverancia hasta que dé consigo mismo: así nos enfrentan, a ver si somos capaces también de darles la cara.
• Paz Errázuriz también retrata, pero lo suyo son formas de vida. Y sus actores no son los que jalonan la cultura; a lo más inspiran a uno que otro. Oficios postergados, proscritos; grupos marginales, ghettos. También las colonias, las cofradías. Gente triste, diríamos, pero que aquí nos sonríe, más allá de la pose (la pose misma se ejerce a plena cámara, cuando el oficio lo impone, con todo su orgullo y patetismo). Gente arrinconada, también diremos, pero aquí le dieron espacio generoso, en el corazón –toda la profundidad de campo del diafragma más cerrado–. Mundos interiores de nuestra geografía humana, que Paz ha venido recorriendo al paso, parando y volviendo atrás, trasponiendo el umbral en sombra y subiendo la escala con el mismo pudor de la figura que atisba arriba tras la puerta, entrando en fin y sentándose en el borde de la cama mientras el otro se arregla el rouge y la peluca y sonríe para la primera foto.

Mario Fonseca, noviembre 1986