Un río de imágenes








Texto para la
exposición retrospectiva "Ojo de agua" de Mariana Matthews, Museo de Artes Visuales MAVI, Santiago

En abril de 1990 se llevó a cabo en Barcelona la exposición de fotografía contemporánea titulada To Be And Not To Be (“Ser I No Ser”, en catalán; “Ser Y No Ser”, en castellano). En términos escuetos, la frase de Shakespeare así intervenida sustentaba la distribución de los artistas participantes entre aquellos propiamente fotógrafos de “la realidad”–To Be–, los que utilizaban la fotografía para expresar “metáforas de la realidad” –And–, y aquéllos para quienes la fotografía era un medio para crear “otra realidad” –Not To Be–. Más allá de esta sencilla aplicación, asumí desde entonces la riqueza de esa frase para aludir a desplazamientos que dejaban entornos más o menos establecidos para moverse (no “avanzar” ni “evolucionar” sino simplemente moverse) hacia nuevos ámbitos, sin desentenderse necesariamente de los anteriores. El juego al que inducían los autores de la frase (Vicenç Altaló y Chantal Grande) frente a la original en boca de Hamlet, y que es responder una pregunta o una disyuntiva –Ser O No Ser– con una coincidencia o al menos una coexistencia de las opciones (incluyendo una conjunción “Y” vigente y activa), surgía como una de las proposiciones más asertivas que había conocido de la plenitud. En lo particular, además, aquel “Ser Y No Ser” aplicado hace una docena de años para clasificar por separado a un Thomas Ruff, un Alfredo Jaar o una Sandy Skoglund, tiene precisamente uno de sus mayores potenciales al interior de la fotografía, por la inveterada cualidad de ésta de poder ser y no ser tantas cosas a la vez.
Al momento de invitarme Mariana Matthews a un recorrido de su obra, yo no conocía mucho de ésta, ni tanto de ella en lo personal tampoco. O, más bien, tenía pendiente conocerla seriamente, atraído por las imágenes aisladas pero insoslayables que había podido ver en los últimos años. Su invitación constituía, entonces, una feliz oportunidad para cumplir este anhelo, acompañada además por la petición de contribuir a una preselección de lo que podría mostrar en su exposición en el Museo de Artes Visuales de Santiago. Así las cosas, nada mejor que mi escaso dominio de su trabajo, pensé, mientras nos aproximábamos a su casa a orillas del río Calle Calle, diez kilómetros arriba de su paso por Valdivia. A punto de entrar, para mi sorpresa, ella se preguntó inquieta si sería posible conformar una muestra unitaria de esa veintena de años de su obra, que yo estaba por conocer, habiendo tanta diversidad temática y formal en ésta. Yo la miré y le dije directamente que me parecía que sí, pues se trataba de la misma persona detrás de todas las imágenes que iba a ver. Por cierto que la mitad de esta afirmación sólo se sustenta mediando las cualidades particulares de la persona, y mi certeza fluía porque lo poco que llevaba conociendo a Mariana me había dejado ver una persona íntegra y coherente, que sabía enfrentar por lo demás lo imponderable con lucidez antes que con resignación. La otra mitad de mi aseveración, en cambio, era un albur, pues recién estaba por conocer el conjunto de sus fotografías. Sin embargo, no podía dejar de anticipar en ellas –y en su duda– una nueva acepción de aquel “Ser Y No Ser” tan valioso para mí.

Mariana Matthews tiene las virtudes de aquellas personas que prevalecen en la ubicuidad, que son de aquí y son de allá, que se educan en una sociedad tecnificada y ejercen en un mundo intuitivo y espontáneo, al que se urgen por registrar antes que la manipulación foránea lo desidentifique, pero al que también le transfieren sus propias urgencias existenciales para aprehenderlo así, intervenido por su disparador. Como todo fotógrafo, se permite hacer lo que quiere con su fotografiado y por ello también sólo podemos juzgarla por eso que quiso permitirse hacer con él en tanto podamos verlo en sus imágenes. Y encontrar allí la coherencia que nos guíe por los heterogéneos pasillos de su laberinto, con callejones ciegos incluidos (una de sus últimas fotografías es un monstruo feroz, que asoma dos enormes colmillos a guisa de cuernos de Minotauro). Formada académicamente en los Estados Unidos de Viet Nam y la contracultura hippie, y en la España del auge del franquismo, viniéndose a vivir a Valdivia (hacia 1975) y trabajando consistentemente en Chiloé, criando a dos hijos con el padre de regreso en Estados Unidos y contribuyendo con sus dos parejas posteriores y muchos amigos a los espacios culturales valdivianos, la vida de Mariana Matthews guarda constantes coincidencias con su obra, tanto en lo ecléctico de los contenidos como en el rigor del tratamiento.
La Selva Fría, ese paradigma de un caos que nos hemos empecinado en ordenar al costo de la extinción, bien puede ser su primer gran tema y nos anticipa el laberinto virtuoso de su obra por venir. Bordemar, en tanto, es la piedra de toque desde la cual se desprenderá una sucesión de temas cuyos códigos primarios aún reconocemos hoy en sus trabajos posteriores, quince o más años después. Con orillas interminables siguiendo tanto recoveco y marea, el bordemar chilota es un desfile de iglesias y cocimientos, de niños y de brumas, de lanchas, de flores y de artistas. Es el álbum que todos los fotógrafos de Chiloé se quisieran y que muchos tientan, pero no como aquí, donde Mariana Matthews nos ha querido mirar mirándolo, desde los reflejos de los guijarros de la playa, desde las pupilas luminosas de una ciega, desde las gotas de la lluvia, desde la aureola del santo tras el vidrio de la vitrina.
A la manera de un antiguo Cuadro de Honor –en el que alguna vez se convertirá–, se presentan los retratos de un grupo de aquellos 33 creadores de la Décima Región que Mariana Matthews convocara en 1994 para el libro Reunión, publicado como tantos otros por Ricardo Mendoza y su inefable editorial El Kultrún. Originarios o trasplantados como ella, los retratados son sus compañeros de ruta en el azaroso quehacer cultural de Valdivia a Chiloé, vértices de un secreto poliedro que perfila una identidad prodigiosa. Al igual que el de este valioso patrimonio humano, otro Cuadro de Honor se levanta con el de las construcciones de la Arquitectura Tradicional de Valdivia, aquéllas que aún sobreviven a la avasalladora codicia inmobiliaria, y así también con el de las Iglesias de Chiloé, salvado felizmente del hacha o del fuego por la Unesco, aunque no tanto de algunos temporales. Más allá de su papel documental histórico y estético, las fotografías de Mariana Matthews rescatan el patrimonio emocional acumulado en cada tabla y cada plancha, año tras año, siglo tras siglo.

Adoremos es el testimonio vívido del fervor, es la autora caminando al sol o a la lluvia con sus fotografiados, acompañando a santos y devotos vestidos y descalzos en interminables vía crucis de isla en isla, tropezándose con ellos, desvelándose para descubrirlos cuando desembarcan al amanecer, o cuando, al caer la noche, emergen de las aguas con sus antorchas de locura, siguiéndolos por las ferias para sumarse al cortejo, para llegar con ellos a la iglesia donde en el atrio esperan las flores, donde en las naves más feligreses, donde ya adentro todos claman finalmente por la mirada de santos que no pestañean nunca, por más que el escozor de las velas, o de las lágrimas, o de tanta manda pendiente. El montaje, concebido en conjunto con la arquitecta Matzal Vukiç, impone al penitente el peso de cada viga que sostendrá los iconos de fieles y de santos, en tanto los pendones con gentes al viento emularán la tormenta de aquella tarde sobre el Gólgota.
Con Adoremos Mariana Matthews inicia su “Y”, el tránsito hacia la imaginación, el giro de la cámara desde lo que ocurre hacia lo que se le ocurre. De documentar el entorno externo profundizando en la medida que éste se lo permita, da paso ahora a los estímulos de su interior para construir imágenes quiméricas donde la realidad es tijereteada a voluntad. Mariana Matthews deja caer los párpados y el “No Ser” se instala en su mirada, invitándonos al universo más íntimo –¿por tanto más real?– de la fotógrafa, en el que aquellos brillos en pupilas y gotas de lluvia y aureolas de santos crecen hasta encandilarnos y se toman el escenario por completo. Al acostumbrarnos a esta nueva luz, aparecen flotando las escenas de Des Ahogo, los collages de La Memoria Oculta, los libros de artista. Los collages –depositarios de aquel lenguaje surrealista por excelencia– son lo primero que podemos aprehender en este recorrido de lo real hacia lo imaginado. Alrededor de figuras inquietantes, pequeños recortes sucesivos aparentan texturas a primera vista y luego asombran por su identidad individual (será el caso, más adelante, de una docena de avispas escaneadas una por una, en vez de una sola multiplicada por la impresora). Se superponen imágenes prestadas y propias, juegos del passe-par-tout y el marco, y otras libertades que van conduciendo a la autora hacia el objeto único, a la foto sin copia (si la primera definición de la fotografía era el registro de un objeto iluminado, la segunda iba por el lado de su factibilidad de ser reproducida a voluntad…).
Cuando el collage que construye una escena se hace insuficiente porque hay un relato, Mariana Matthews abre un libro de artista y lo dota de las páginas necesarias, con objetos, soportes y envoltorios que resuelvan el tema. O si no, pasa a la instalación, esa suerte de tridimensionalidad gráfica por la cual fluye tan bien el Des Ahogo de la autora, dejándola sumergirse, bucear y emerger de sueños de rasos y encajes acosados por seres húmedos y fríos de pesadilla, por peces, anfibios y reptiles, los tres grupos primigenios de los vertebrados. Su camisa de dormir, que finalmente flotará extendida entre los juncos, se hundirá poco después en las primeras series de imágenes preparadas para Qué se Ama Cuando se Ama y Réquiem de la Mariposa, los dos libros de poemas de Gonzalo Rojas encargados por la Dibam. En ellos confluyen antiguos y nuevos lenguajes, donde las tomas se encuentran o se construyen con la más amplia libertad, donde se rescata del archivo, se produce con modelos, se retrata o se autorretrata. Así corre un mastín en la floresta azul, un Minotauro de cuatro ruedas aguarda semiencubierto, el pájaro rojo se posa en la memoria, la evocación de un amor perdido son estrellas adheridas a su pelo. Lo técnico, siempre sujeto a la voluntad y al contenido, acompaña también este tránsito del “Ser” al “No Ser” de Mariana Matthews, desde el clásico negativo ampliado en el laboratorio, hasta la intervención computacional de una imagen previamente digitalizada, de la actualidad.

Como siguiendo el amplio desplazamiento de la cortina de la cámara de Josef Sudek, recorremos veinte años de una sola imagen de Mariana Matthews. Por cierto, no sabemos en qué tramo de esta imagen nos encontramos, ni si estamos de lleno en su “No Ser” –quizás apenas hemos traspuesto el umbral del “Y”. Lo que sí podemos percibir ahora, luego de este recorrido de la mano de Mariana Matthews, es un nuevo atributo de aquel “Ser Y No Ser” cuyas tres opciones son válidas y pueden convivir a un tiempo o sucederse ad infinitum, y es que representa profundamente lo femenino. Porque mientras lo masculino se sitúa en el imperativo de la opción, en ese “Ser O No Ser” compulsivo que toma uno para desechar el otro, lo femenino nos ofrece la posibilidad de la convivencia y del vaivén natural, y su eterna riqueza.

No sabemos adónde sigue su curso, Mariana Matthews. Quizás lo mejor que podemos hacer es sentarnos en el embarcadero a los pies de su casa, y ver pasar el Calle Calle, río de aguas anchas y calmas, que ora bajan con la corriente, ora suben con las mareas; ora permanecen quietas, reflejando cual un espejo el perfil boscoso de la otra orilla; ora pierden el horizonte, en sus nieblas recurrentes. Pero el río está siempre allí, uno lo siente.

Mario Fonseca
Valdivia-Santiago, abril 2002