Pesheré; trafkintu

Petite-Mère y su hija

Prólogo para el libro "En el Jardín
- Secuestro, oprobio y muerte de nativos chilenos en Europa" de Christian Báez y Peter Mason, Editorial Pehuén, Santiago

Dos palabras, la primera empleada antiguamente entre los selk’nam de Tierra del Fuego y adoptada por los kawésqar más australes, y la otra hasta hoy en boca de los mapuche, aluden al trueque o intercambio de bienes. Costumbre habitual en estos pueblos y en tantos más antes del establecimiento del dinero, que luego fuera adoptada y eventualmente desvirtuada por los incursores occidentales, quienes daban telas de color rojo a cambio de pieles finas antes de verse obligados a mejorar la oferta con aguardiente y pólvora, el trueque devino en un momento para las tres etnias en flagrante robo, en dar sin recibir a cambio, y el objeto de aquellos hurtos fueron ellos mismos, raptados para servir de espectáculo en Europa, en París, aquel paradigma de la ilustración y la cultura de su tiempo. Este libro trata de tales avatares, de los que hubo antes y simultáneamente al traslado y exhibición de 11 kewésqar, 14 mapuche y 11 selk’nam durante la década de 1880, poniendo en evidencia un comercio frecuente incluso hasta hoy, en que el pesheré y el trafkintu son traicionados por el invasor para profitar con la vida de su contraparte.
El propósito de sus autores, el historiador chileno Christian Báez y el antropólogo inglés Peter Mason, es exponer y comentar la información disponible sobre estos atropellos, que alcanzaron su mayor intensidad durante el medio siglo largo que va de las décadas de1870 a 1930, concentrándose luego en los casos de los 36 chilenos que sufrieron el desarraigo y el oprobio de su plagio y exhibición, y, 11 de ellos, la muerte. Como se sabe y también se confirma o aprende en este libro, los casos de nacionales expatriados por la fuerza o con dudosa anuencia fueron muchos más, pero Báez y Mason profundizan en estos tres envíos humanos por una oportunidad documental que, como suele ocurrir en las pesquisas del pasado, estimula la investigación a partir de su descubrimiento. Se trata de dos álbumes de fotografías del príncipe Roland-Napoleon Bonaparte, titulados Jardin zoologique d’acclimatation. De représants de peuples des cinq continents, hoy accesibles en la Bibliothèque Nationale Française, en París, donde figuran 50 imágenes de los kawésqar, selk’nam y mapuche llevados en gira forzada por Europa y retratados en la capital francesa, y a partir de las cuales desarrollan los autores su exhaustivo recuento.

Las fotografías de los innumerables grupos étnicos que circularon por las capitales europeas en aquella época reproducían muchas veces las costumbres y actividades que los propios agentes querían atribuir a sus secuestrados, enfatizando donde suponían y por lo general confirmaban que el público europeo se iba a sentir más atraído. Los kawésqar fueron presentados como indígenas terrestres y no canoeros, así como los selk’nam fueron exhibidos como feroces caníbales, siendo la tónica el estereotipo exótico por lo general extemporáneo, tal cual puede apreciarse en varias fotografías. Mas se descubre también un interés científico en las imágenes, particularmente en las de los mapuche y los selk’nam, algunos retratados de frente y de perfil, interés que señala el motivo principal del coleccionismo de Bonaparte, confirmado por las demás fotografías y dibujos que acopia en sus álbumes, con nativos de lugares tan diversos como Surinam, Siberia y Ceilán (Sri Lanka). La sensibilización de Báez y Mason a partir de estas imágenes es semejante a la del príncipe antropólogo, sobrino nieto de Napoleón Bonaparte, en cuanto coinciden en su interés por conocer la identidad de sus observados. Las diferencias empiezan en el momento en que Bonaparte adquiere, encarga o toma él mismo las fotos como un modo de poseer a sus retratados, frente al desaliento de los autores, que, como nosotros, preferirían que estos eventos nunca hubieran existido. Es más, el acercamiento científico de la época, bien representado por Bonaparte, evidencia su sesgo hacia una craneoscopia que quiere confirmar la superioridad racial de los europeos frente a les peuples des cinq continents.
No obstante su repulsión, los autores son seducidos por las imágenes y nos animan a compartir esta atracción a través de su exposición y comentario en el presente libro. ¿De dónde surge esta aparente contradicción, más allá de una nueva motivación científica hoy vigente, cualquiera sea ésta? ¿No es la exhibición de estas fotografías curiosamente semejante a la presentación en público de aquellos hombres, mujeres y niños llevados, cuando menos, con fines inconfesables frente a ellos mismos? El amplio rango que va del ardid comercial a la contribución científica, recorrido con detalle por Báez y Mason en su análisis de las exhibiciones antropozoológicas del siglo XIX tiene su equivalente hoy, como ellos mismos lo sugieren y del cual, de algún modo, también forman parte. Su revisión de aquel medio centenar de fotografías de nuestros coterráneos desplazados tiene un instante de fascinación combinada con horror, como suele ser el descubrimiento de un crimen capital, del cual en ese preciso instante nos hacemos inevitablemente cómplices. Nosotros como los autores nos sumamos por una fracción de segundo al lado oscuro de los hechos, a su causa más vil, por la vía de estas imágenes cuyo descubrimiento impelió a ellos a extraerlas de un álbum para difundirlas en un libro y a nosotros a hojearlas con detenimiento. La diferencia sobreviene después, tal como ocurrió con un limitado número de europeos de 1880, como recientemente con Christian Báez y Peter Mason, y ahora con nosotros, sus lectores, y se manifiesta en cómo nos sustraemos de la poderosa seducción de esas fotografías y su evocación de los hechos mismos, y meditamos al respecto.

Subyace en el ser humano un sentimiento profundo cuya esencialidad termina por ser incómoda para el devenir unívoco de la sociedad actual, abocada en su entropía material, y el cual recibe una acepción disminuida en la palabra Compasión. Las 50 imágenes reproducidas en el presente libro nos dan la oportunidad de acercarnos a esta manifestación sensible y de la mayor dignidad de nuestra especie, quizás una de las pocas que podría contribuir a sustraernos de la indolencia con que avanzamos en la destrucción de nosotros mismos por nuestras propias manos. Las fotografías acumuladas por el príncipe Bonaparte tuvieron para él, probablemente, un valor material único, al punto que conservó entre ellas varias imágenes semejantes que un editor cualquiera separaría hoy del resto, para dinamizar el relato eliminando cacofonías. Báez y Mason, por el contrario, las incluyen todas, y en esto se manifiesta su sensibilidad respetuosa hacia los acontecimientos que ellas registran, aunque parcialmente, pues en su decisión no ha mediado el fichaje exhaustivo del material descubierto sino la incapacidad íntima de sustraer una sola vivencia que pueda ser mostrada.
Gracias a este criterio, por ejemplo, no sólo podemos encontrarnos con imágenes insoslayables como la de la pequeña hija de Petite-Mère, como es bautizada su joven madre kawésqar, y a cuyo regazo se aferra con la vista perdida, uno o dos días antes de morir, sino descubrir otras donde el drama puede ser semejante aunque no tan evidente. Este es el caso de las dos fotografías sucesivas tomadas a un joven selk’nam apoyado en una viga y con un pie sobre una piedra. El sencillo paso de una imagen a otra, no importa el orden en que se haga, completa un gesto que una sola foto nos habría ocultado, entregándonos un momento vital de su malhadado destino, donde perece resignarse finalmente a éste. No hay pesheré, no hay nada a cambio; los vastos horizontes del fin del mundo han sido canjeados por una barraca tan vulgar como los pantalones que pretenden reemplazar su ya apelmazada piel de guanaco. Pero sus raptores tampoco han ganado mucho, pues lo que muestran de él y de su gente no es más lo que fueron alguna vez, ni volverá a serlo nunca. Todos pierden.

Mario Fonseca
Catapilco, septiembre 2006