La mirada tras el azogue



"Elegante con cinta azul", cita de Cosme San Martín (arriba), y "Cabeza de niña", cita de Marcial Plaza, fotografías de Antonia Cruz

Texto para el catálogo de la exposición "Catalepsia" de Antonia Cruz, galería Animal, Santiago


La ficción de los espejos es tan seductora como las imposturas del retrato, demandando un temple acendrado para atravesar sus capas veleidosas y salir del trance con la virtud intacta. Nadie debe dudar que el retrato es una construcción del retratista, desde el de un mamut impregnado en el muro de una caverna hasta la serie de Isabel II tomada por Annie Leibowitz y pasando, insoslayablemente, por el retrato de Dorian Grey. Más aún, el artificio del retrato no es sino el intento del autor por conjurar los deseos inconfesables que lo acosan, interponiéndoles rostros cuyo mérito artístico radica en su capacidad de absorberlos cual impostores impertérritos, acudiendo convenientemente al amplio espectro de matices gestuales que van de la soltura al pánico, de la culpa a la inocencia.


Indisolublemente asociado al retrato está el espejo, fuente de estímulo de las vanidades que sucumben en la urgencia por ser retratado y que convierten al sujeto en víctima propicia del retratista, tanto como el horror puede convertir a éste en su consecutor. Así como nadie mira inocentemente, tampoco nadie se mira sin cargar la observación de atributos sesgados por su condición y circunstancia, buscando congelar en una imagen cuidadosamente estudiada la fracción que mejor disimule el iceberg que arrastra sumergido en los espesos fluidos de su identidad. La ventaja insuperable del artista es que puede plasmar los deterrentes de sus propios espectros en la imagen del prójimo, de tal modo que ambos, retratado y retratista, se buscan ansiosamente aunque conservando la cautela y discreción que determina tamaña dependencia, cuya evidencia resultaría mutuamente degradante. Mientras tanto el espejo, aguardando allí donde siempre es posible encontrarlo, sonríe la momentánea ausencia de sus reflejados, cierto de los eventos que ha desencadenado.


Una particular excepción a estas especulaciones podría ser el autorretrato, y en parte lo es, adscribiendo a los mismos menesteres un aura de transparencia e incluso, por qué no, de honestidad al proceso de sublimación de las opacidades propias en irradiaciones ajenas. Pero si bien los 39 ó 40 autorretratos de Van Gogh o el de Velásquez en "Las Meninas" transfiguran a sus autores en las víctimas de su propio devenir, sea por la incapacidad del primero de concretar una sola imagen suya, o la del segundo de distinguirse de la docena de involucrados –perro incluido– en su enorme pintura, ninguno se diferencia del retratista de otro en hacer de la imagen reproducida el diligente fantasma de sí mismo. No obstante, es desde el autorretrato donde podemos pesquisar su asociación tan indisoluble como ficticia con el espejo: en una experiencia reciente, se organizó un taller en que un grupo de ciegos de nacimiento fueron invitados a realizar en greda sus respectivos autorretratos, incorporando al grupo algunos videntes que harían lo mismo, pero compartiendo una sala totalmente a oscuras para emular la situación de los primeros. Grabado con una cámara infrarroja, el ejercicio mostraba un conjunto de bustos en proceso orientados hacia sus autores –los videntes–, en tanto los de los ciegos estaban orientados hacia el frente, constatando así su desconocimiento del engaño del espejo y su reflejo.


¿Qué es lo que vemos cuando nos vemos en el otro o en nosotros mismos? ¿Qué es lo que ve Antonia Cruz cuando construye sus retratos a partir de la meticulosa superposición de imágenes preexistentes, sean encontradas o registradas por ella misma en sus afanes? Lo subyugante de la fascinación y la repulsión simultáneas que nos produce su obra deriva en lo esencial de los antecedentes arriba consignados, pero la distinción preeminente de su trabajo está en que ella sabe despegar capa por capa las innumerables instancias que nos hemos habituado a suponer implícitas en un retrato para, justamente, evitarnos tener que asumirlas. Nos desglosa de este modo aquel horror a la vida, a nuestras propias vidas, que creemos soslayado al conformar la imagen de otro –de otra, en su caso–, donde dicho horror podía permanecer sumido en la morfología o el gesto del retratado y permitirnos continuar nuestros recorridos sin vernos confrontados a través de éste.

Antonia Cruz pesquisa en sus rostros históricos, que son ciertos, porque vienen del pasado; en sus maniquíes, que no son ciertos ni lo fueron nunca, porque no tienen tiempo; y en los cadáveres que fotografía, que están a medio camino de la certidumbre, porque acaban de dejar de ser vivencia para trasladarse a la memoria (por más anónimos que sean), las improntas de la representación como testimonio tangible de lo que no quiere ser representado. Los sucesivos layers de sus imágenes deshojan la cebolla interminable del subconsciente y recomponen con las láminas elegidas un constructo que resulta ineludible para la percepción consciente, la que ya no alcanza a huir hacia el retrato para refugiarse detrás del espejo que le dio origen, pues queda atrapada a mitad de camino, como las moléculas de un cuerpo alineadas para atravesar un muro que de pronto se reordenan y terminan incrustándolo en él. Como el cuerpo mismo de un cataléptico en su ataúd.


Cual catalizadores indeseados del sincronismo de la vida y la muerte, del presente y el futuro –que no es sino la retaguardia del pasado–, los retratos de Antonia Cruz subvierten el acomodo en la imagen de nuestra cultura occidental, desplegando sus componentes velados para manifestarnos que ninguna ilustra lo que subyace en ellas sino lo que pretendemos ser mediante ellas. En una simple operación descompositiva efectuada por medio de una compleja composición de recursos esencialmente intuitivos, ya que la razón es demasiado hábil como para entregarnos pautas que la inhabiliten, la artista desarrolla un discurso visual que no sólo incide en la manifestación de la identidad individual, sino que inscribe en el proceso a la identidad de género y, más ampliamente, a la identidad histórica –la de Chile, la de nuestra historia–, y la del arte en general. Más allá de los encantos de la ficción de la representación, que no obstante aplica y disfruta en función de su metáfora, Antonia Cruz se remonta virtualmente hasta la oscuridad primigenia, hasta la mirada del ciego, para desde allí esperar el instante en que se haga la luz, sentada detrás del azogue.


Mario Fonseca
Santiago, marzo 2009