Tubab, un comentario

Tombuctú, Mali. Fotografía de archivo, c1986

Texto comentando la novela "Tubab" de Beltrán Mena, publicada por Editorial Alfaguara, Santiago

"La tradición de la fogata enfrenta a la de la pirámide"

Martin Buber, citado por Bruce Chatwin en Las líneas de la canción

Sobre el enorme muro colindante con el patio de su casa –estamos a comienzos de los '90–, Beltrán Mena proyectó una tanda de diapositivas de su entonces reciente cruce del Sahara. Cuando apareció la foto de un hombre de mediana edad, con bigote bien cortado al estilo de Omar Shariff, Mena me gritó a través de la docena y media de invitados sentados en banquetas o directamente en el pasto: ¡Salah, ése es Salah Addoun! Nadie, salvo él, yo y un tercer personaje que aún no conocíamos personalmente, podía saber la importancia de Addoun en el contexto del viaje en cuestión. Arquitecto establecido en Tamanrasset –última ciudad a la que llega el camino asfaltado desde Argel antes de irrumpir en los 700 km de desierto hasta Agadez, en Niger, o primera ciudad después de atravesarlo de sur a norte, que fue la dirección que siguió Mena–, Addoun había marcado con pilares de concreto enterrados cada kilómetro la mitad argelina de aquel tramo desolado e inclemente, donde suelen perderse y morir una veintena de personas al año. Y lo había hecho en memoria de su padre, fallecido en uno de esos cruces, según anotó el escritor William Langewiesche en un reportaje para Atlantic Monthly, cuya lectura compartimos Beltrán y yo. Pero fue Mena quien efectuó el viaje –su segundo viaje al África noroccidental, para ser exactos; el primero lo había hecho siete u ocho años antes, recién egresado de Medicina–, mientras los demás, como yo y usted que recorre estas líneas, sólo nos permitimos leer al respecto.

Quince años después, Beltrán Mena publica su novela Tubab –algo así como 'carapálida' o 'huinca', en el África negro-musulmana–, también una profecía autocumplida suya, en tanto otros todavía no pasamos de garrapatear los primeros capítulos de las nuestras. Al final del libro, Mena visita a un antiguo compañero de Medicina refugiado como médico local en Calbuco, quien no para de recitar los primeros cantos de La Odisea –el único libro que importa, según él–, que lleva aprendidos de memoria. Lo particular es que los recita a viva voz mientras boga contra la corriente, intentando regresar al pueblo que quiso mostrarle a su amigo desde el mar. Una lectura poco perspicaz no hallará mayor sentido en este cierre, bastante decepcionante en aparencia después de 400 páginas de vicisitudes que parten en Dakar y culminan, unos 6 mil kilómetros más tarde, en Argel. Mas la novela se había iniciado antes, con el propio Homero –o quizás el mismísimo Ulises–: el poeta Godofredo Iommi, mentor de juventudes inquietas como la de Mena, quien no duda en mencionarlo como el incitador de aquel primer viaje (y del que seguiría, por cierto). Es entre ambos Ulises que transcurre la novela Tubab; entre Iommi, el viajero infinito, y Federico Arroyo, el botero inmovilizado por las mareas del Golfo de Ancud, a unas cuantas brazas de Calbuco. No hay un lugar de partida ni de llegada, diría uno, todo constituye el viaje, mientras el otro respondería que un solo lugar puede ser el viaje, el inicio, el transcurso y la llegada. Una tautología permitiría así quedarse en casa y a la vez salir y no llegar nunca a destino, como nuestro recién ponderado Teniente Bello.

"Si este libro tiene que comenzar en alguna parte, digamos que todo comenzó en el pueblo de Agadez. (……) Junto a la mezquita se cruzan tres calles polvorientas; una conduce al mercado, la otra a la carretera, la tercera al desierto. En el centro de la encrucijada hay un hombre. Ese hombre soy yo y no estoy seguro de qué camino tomar." No obstante varios comienzos (éste aparece en la página 321), incluyendo el capítulo inicial de la segunda parte –"Tres ángeles"–, que podría encarnar él solo el libro, la encrucijada de Agadez es la metáfora esencial del emprendimiento de Beltrán Mena a la vez que su evidencia más tangible. A todo su largo, Tubab discurre en ese espacio que el autor construye soberbiamente confundiendo la ficción con la realidad, desmantelando a su paso y sin retórica –y sin tragedia, y sin connivencia– el aserto de que la segunda siempre supera a la primera. Su primer viaje, el de los '80, llegaba a Tombuctú ("todo viajero que se precia de tal debe pasar alguna vez por Tombuctú" dijo él o lo citó, no recuerdo), en tanto el segundo, el de los '90, procede a partir de esta ciudad improbable para surgir hacia el norte cruzando el Sáhara (así, con el acento local). Es este segundo viaje el que le permite recapitular el primero y largar el testimonio consolidado que se convierte en la novela. William Langewiesche, el escritor que publicó en The Atlantic aquel artículo que le permite a Mena ajustar su derrotero por el desierto, incluido el encuentro con Salah Addoun, es un reportero de calibre que se las trae (el último mail que crucé con él, año y medio antes de que viniera en abril a presentar Tubab, me lo respondió desde Bagdad). Más allá de su amistad con Mena, surgida tiempo después del segundo viaje, y de la inspiración que se le ha solido atribuir en este viaje, Langewiesche construye sus méritos a partir de la consignación de acontecimientos. Beltrán Mena, en cambio, parte en busca de sucesos impredecibles, por nimios que sean, como recibir un mango en la cabeza soltado de su rama por un murciélago, los cuales se convierten espontáneamente en los acontecimientos que narra. En un momento del último viaje recibí en Santiago una postal suya proveniente de Chicago. Estaba fechada tres semanas atrás y la había enviado desde esta ciudad una integrante de la frustrada expedición paleontológica con la cual se cruza Mena en el camino. Me escribía apretadamente que esa noche se cambiaba de hotel para eludir un probable asalto y poder tomar, aprovechando la somnolencia de la madrugada, un camión sudafricano que lo sacaría de Agadez. En ese entonces, sin mail ni celulares, recibir una postal así, tres semanas después de los acontecimientos que estaban por ocurrir aquella noche y no tener más noticias de su desenlace, hacía que la ficción se apoderara de la realidad. A pesar de lo que él afirma en el libro respecto a las tecnologías disponibles en la actualidad, no creo que esta índole de incertidumbres haya cambiado mucho hoy; a lo más, se ha desplazado de lugar.

"Ethos anthropo daimon", el fragmento 119 de Heráclito, con sus sucesivas interpretaciones y traducciones (= traiciones), decanta al final de la novela en la frase que cita Beltrán Mena, "El carácter es el destino". Como sea que venga o provenga, estando por terminar este comentario se la cité a mi vez a una persona, enfatizándola sin cuidado en "Tu carácter es tu destino". Y
entonces Tubab cobró plenitud ontológica.

Santiago, mayo de 2009
Publicado en la edición 103 de la Revista Universitaria de la Universidad Católica de Chile