Investiduras del objeto






De arriba abajo, marco de Cristián Salineros, butaca de Ciro Beltrán y mesa de Catalina Mena

Texto para el catálogo de la exposición "Arte Objeto" en la Sala de Arte CCU, Santiago


"Art follows function" o "El arte sigue a la función" es el lema que todo buen diseñador sabe enarbolar cuando proyecta un objeto utilitario. El cometido de su diseño es prestar un servicio preciso y tangible que resuelva una demanda particular, para lo cual debe alinear la mente, el corazón y la mano y abordar el encargo. En estas eventualidades, por ejemplo, fijar cuatro listones a las esquinas de una tabla puede facilitar la operación de disponer encima un plato de ensalada y sentarse a comerla, o desplegar un cuaderno y ponerse a escribir, pero también es cierto que estas actividades serán más gratas si a la función cumplida se le suma una impronta emocional que estimule a llevarlas a cabo, y, más aún, si estos atributos imprecisables permanecen latentes cuando las operaciones citadas no se están ejecutando. Sin embargo, todo esto al revés no funciona; la pauta emocional y sus atributos derivados expresados en su máxima plenitud no harán jamás una buena mesa. Se acercarán eso sí al ámbito de lo que percibimos como arte, pero al continuar en esa dirección en un momento dado cruzarán el espejo y, de pronto, nuestro lema se habrá invertido y ahora será la función la que siga al arte, lo cual no le sirve al diseño. Porque, como sabemos, el arte es inútil.

La principal libertad del arte es precisamente esa, que no tiene que cumplir ninguna misión utilitaria. Su cometido es sensible antes que tangible, y si va movilizar alguna acción ésta será inducir una suerte de receptividad emotiva propicia para el solaz perceptivo, la introspección subjetiva, o, también, la reflexión contingente. No obstante estas distinciones conceptuales, las fronteras entre ambos campos funcional y disfuncional suelen no ser tan fáciles de precisar, sobre todo desde la praxis del diseñador y el ámbito creativo de su actividad, que lo lleva a sentirse antes artista y a olvidar la formalidad de lo formal en sus tareas. Sucede, por ejemplo, que un texto se vuelve trafagoso de leer porque el diseñador se refocila en los bloques grises de los párrafos que diagrama ex profeso en un cuerpo tipográfico menor y omitiendo sangrías en los puntos aparte, o que una silla de armoniosos ángulos rectos permanece frecuentemente vacía porque la espalda de sus usuarios los conmina muy luego a ponerse de pie. Asimismo, suele ser frecuente que un artista busque cumplir una determinada misión no sólo con su obra sino en su obra, lo cual acaba por restarle el poder de la sugerencia al trastocarlo por aquél más puntual de la evidencia. Al punto que una instalación de tratamiento explícito podría ser reemplazada sin pecar por documentos de los hechos que cita y transmitir con mejor eficacia su mensaje objetivo, así como una pintura que encuentra muy pronto su sofá en el living podría estar acusando el desvío de su propósito inicial, si éste no fue el de sencillamente adornar un muro.

La colección por encargo que agrupa las sesenta piezas de Arte Objeto CCU tiene la virtud de atravesar impertérrita todas estas especulaciones, pues no se hace cargo de ninguna y, más aún, las confronta con soltura y desenfado. Porque pedirle a un artista que intervenga un objeto utilitario es, a fin de cuentas, darle la libertad de inutilizarlo, de quitarle su razón de ser y devolverlo con un sentido ontológico jamás pensado por el diseñador. Es entregarle materia bruta, de algún modo, pero también es darle una materia muy particular, inexistente salvo en ese único elemento que recibe parar trabajar. Como un árbol de especie desconocida cuyo tronco y ramas se despliegan en estricta simetría, o como una tela de textura impensada montada en un bastidor veleidoso sin comienzo ni fin. O como un marco sin lienzo, o un perchero sin sombrero, o un baúl, una mesa, una butaca o una silla, de algún estilo o autor, Louis XV o Marcel Breuer, o de ninguno. Los soportes azarosos demandan al artista virtuosismo a la vez que desparpajo; deberá confrontar superficies elusivas o absorbentes, muchas veces al mismo tiempo, estructuras asertivas y otras anodinas, planos, volúmenes, volúmenes escondidos incluso, asumiéndolos o prescindiendo de ellos, guiándose ora por el azar, ora por la necesidad, reflexionando o intuyendo, soslayando, atacando. Y, sobre todo, en sus derroteros por estos infinitos vericuetos, tratando de no perder el modo de andar.


Para abordar este conjunto de sesenta piezas hay varios caminos adecuados, como el temático –baúles; butacas; marcos; mesas; percheros; sillas–, o el cronológico –las sillas el 2002; las mesas el 2003; las butacas el 2004; los baúles el 2005; los percheros el 2006; y los marcos del 2007 al 2009–. También podemos discernirlos por sus autores, desde artistas 'clásicos' como Carmen Aldunate, Ernesto Barreda o Mario Toral, hasta más 'actuales' como Nicolás Grum, Catalina Mena o Francisco Ramírez. O recorrerlos por su tratamiento, por el modo de intervenir el objeto recibido, donde lo más habitual –37 de las 60 piezas– fue cubrir parte o toda la superficie con pintura autoral, como las mesas de Cristián Abelli, Concepción Balmes, Ximena Cousiño, Teresa Cruz, Paula Mazry, Pablo Serra y la de Alejandro Quiroga, con su volumen cerrado; la maleta de José Basso y los baúles de Eduardo García de la Sierra, Félix Lazo, Patricia Ossa, Ximena Velasco y Totoy Zamudio, además de los de Carmen Aldunate y Mario Toral; todas las sillas –Pamela Bozinovic, Francisco De la Puente, Hernán Gana, Sebastián Garretón, Omar Gatica, Patrick Hamilton, Paula Lynch, Manuela Montecinos, Lorenzo Moya y Keka Ruiz-Tagle–; las butacas de Andrés Díaz, Sonia Etchart, Pablo MacClure, Carolina Sartori y Matías Vergara, además de la de Ernesto Barreda; los percheros de Andrés Baldwin, Andrea Carreño, Paula Dunner, Mario Gómez y Klaudia Kemper, y el marco de Ruperto Cádiz. Hay también intervenciones por adosamiento o agregado de otros elementos, como los baúles de Carolina Edwards y Leonardo Godoy-Musham, las butacas de Gastón Laval, Carlos Montes de Oca y Malú Stewart, la mesa de Catalina Mena, los marcos de Claudio Correa, Ignacio Gana, Voluspa Jarpa, Joaquín Ortúzar, Alicia Villarreal y Ximena Zomosa, y los percheros de Ernesto Banderas, Álvaro Bindis, Matilde Huidobro y Bruna Truffa. Por último, algunos artistas optan por desarmar e incluso desintegrar el objeto en su incursión, como lo hacen Ciro Beltrán con su butaca, Manuela Viera Gallo y Nicolás Grum con sus mesas, Marcelo Larraín con su perchero, y Cristián Salineros y Francisco Ramírez con sus marcos, en tanto el marco de Isabel Klotz, es de su entera autoría.

Más allá de estas estrategias de intervención, que en muchos casos corresponden a la adecuación de la pauta expresiva del artista al objeto recibido, resaltan algunas piezas en las cuales el soporte y su contenido parecen coincidir más cabalmente. Es el caso de la obra de José Basso, que registra la ubicuidad inveterada de su domus justamente en una valija, inscribiendo el paradigma, o el del trabajo de Teresa Cruz que evoca un encuentro amoroso improbable sobre una mesa en la cual quizás sólo se sirvió un te para soñarlo; Ernesto Banderas, en tanto, contiene un cielo a punto de llover en el paragüero premonitorio de su perchero, mientras Patricia Ossa invierte metafóricamente contenedor y contenido al hacer que sea el baúl viajero el que porte la nave que lo traslada. Más cerebral, el marco de Ximena Zomosa incorpora la palabra "Iluminada", con la correspondiente lámpara de respaldo, pero la cual, literalmente, 'ilumina nada'; Patrick Hamilton, quien suele sobreimprimir telas industriales camuflando íconos y geometrías de su factura, no desaprovecha la ocasión para repetirlo en el tapiz de su silla y camuflar un tramo de su trayectoria, mientras Ciro Beltrán, quien ocupa de manera frecuente espesos géneros y revestimientos de interiores como soporte expresivo, desmonta asertivamente el asiento de su butaca para enfatizar la subversión. Viendo estos ejemplos, resulta interesante observar cómo, dentro de su solvencia, las intervenciones de la gran mayoría de los pintores –jóvenes y maduros– son más cautelosas y conservadoras, mientras quienes adscriben a los nuevos lenguajes se toman la libertad de modificar conceptual y estructuralmente sus objetos asignados. En tanto los primeros neutralizan el uso de un mueble al recubrir artísticamente su superficie, los últimos lo inutilizan al hacer impracticable dicha superficie. El marco de Cristián Salineros, por ejemplo, demanda una obra imposible si alguien quiere ocuparlo como tal, a la vez que su despliegue espacial cobra una dimensión adicional al identificarse de dónde proviene el soporte. El marco de Joaquín Ortúzar coincide con el de Salineros en boicotear cualquier imagen, mas cala de paso un discurso crítico sobre las connotaciones tradicionales de conferir respetabilidad y precio que conllevan estas molduras, exponiéndolas en un espiral autófago. A medio camino en este vasto terreno de digresiones, la mesa de Catalina Mena, caprichosa y obtusa en su diseño original, le da pie para intervenirla con un tratamiento gestual de pincelazos de trazo ancho, dibujos de alambre e inclusiones, conformando quizás el único objeto cuyo origen y destino fluyen en la plenitud de su gozosa inutilidad.


Este recorrido por una decena de Objetos de Arte representativos de los sesenta que constituyen la colección de CCU, lleva a reflexionar sobre las investiduras del objeto en sí, tanto en su condición esencial y de algún modo anterior a que sea investido con alguna identidad (que se adicionará a la suya pero no la sustituirá), como más allá de estas investiduras particulares, esto es, cuando deja de ser un mueble aunque tampoco pasa a ser una obra de arte como las que realiza habitualmente el autor. En lo esencial, lo primero que se produce en estos elementos es una metonimia, un desplazamiento de sentido mutuo entre el mueble y la pieza de arte, en que cada cual alude al otro siendo ambos parte de una entidad común, la que pasa entonces a denominarse Objeto de Arte. Y como un objeto es, dicho de manera sencilla, "una cosa que sirve para alguna cosa" (Barthes), y en cuanto, según veíamos al comienzo, el arte no sirve para ninguna cosa del orden de cosas para las que suele servir un objeto, lo que aquí ha surgido es una nueva categoría, que ya no es más o menos un objeto ni más o menos una obra de arte, sino una entidad distinta, con sus propios atributos y sus propios códigos de lectura y de evaluación. A la manera de un "Libro de artista", por ejemplo; totalmente distinto al manubrio de bicicleta de Picasso o el maniquí de Miró y, por cierto, al urinario de Duchamp, por otro. Al situarse en esta perspectiva, la mirada podría descubrir (y exigir) resultados encomiables, donde la suma de 1 + 1 ya no sería 2, sino 3, o más, al no prevalecer los dos sumandos iniciales salvo como dato de inventario. Si bien probablemente no han sido concebidos bajo este criterio, no deja de ser interesante recorrer los sesenta objetos de la colección siguiendo esta nueva pauta.

Mario Fonseca
Santiago, agosto de 2009