La mirada latente





Dos fotografías monocromáticas (al tope) y tres autocromos de León Durandin

Prólogo para el libro "Imagen latente" sobre la obra del fotógrafo León Durandin (1872-1955)

"Una obra de arte debe ser una transcripción de la naturaleza... En otras palabras, no hay una partícula de arte en la más bella escena de la naturaleza. El arte es sólo del hombre, es subjetivo, no objetivo."
Robert Demachy, 1907

El presente libro es el resultado de los afanes de una descendiente del fotógrafo León Durandin, su bisnieta, Camila Schneider Durandin, quien, con el apoyo familiar, del Laboratorio Durandin y del Centro Nacional del Patrimonio Fotográfico, ha completado la recopilación y puesta en prensa de lo más significativo de la obra de su insigne antepasado.

Como viene ocurriendo recientemente, la irrupción de León Durandin (París 1872-Santiago 1955) en el contexto patrimonial de la fotografía chilena ha sido sorpresiva y sorprendente. A semejanza de lo sucedido hace unos años atrás con Julio Bertrand, pocos sabían fehacientemente de la existencia de Durandin, unos menos habían visto alguna imagen suya, nadie había consignado su relevancia –en este caso técnica, además, de artística y social.

El historiador Hernán Rodríguez se hace cargo de relatar las vicisitudes de este francés que llega a Chile a los 25 años para arraigarse en el país durante la mayor parte de su vida, mediando algunos periodos de residencia en Francia. Nadie mejor para este recuento que Rodríguez, quien lleva tres décadas pesquisando y recuperando del moho y del olvido la primera mitad de los 160 años de fotografía en Chile. Su texto biográfico, que da cuenta de los orígenes familiares de Durandin, de su travesía a Chile, de sus responsabilidades en departamentos de tiendas comerciales a través de los cuales incorpora la fotografía a los hábitos de un gran número de chilenos, y de su vida personal y sus emprendimientos fotográficos urbanos, bucólicos y épicos, viene acompañado de numerosas citas de la extensa correspondencia de este personaje, cuyas cartas son un valioso complemento de sus imágenes, permitiendo situarlas no sólo en el tiempo sino en el contexto de las vocaciones y los sentimientos de su autor.

Al texto de Hernán Rodríguez lo secundan dos aportes igualmente indispensables y calificados. León Durandin fue un impulsor en el país de las nuevas tecnologías que surgieron con fruición durante el paso del siglo XIX al XX. Una, la de la imagen estereoscópica, es abordada por el artista visual Enrique Zamudio, quien explica cabalmente el proceso que permite estas visiones tridimensionales de lo registrado por el obturador. Zamudio es uno de los primeros artistas que experimentaron con la fotografía como matriz de obra, y no es casualidad que uno de sus trabajos culminantes haya sido un paisaje monumental visible con lentes 3D, expuesto como contrapunto de la obra del pintor Alberto Valenzuela Llanos.

El otro aporte tecnológico que Durandin disemina en nuestro país es de relevancia mayor, pues se trata de la fotografía en color. Ello lo hace por medio de las placas autocromáticas que importa de Europa en 1907, apenas éstas han sido desarrolladas por la casa Lumière. Una primicia que llama la atención de Juan Domingo Marinello, fotógrafo de múltiples lenguajes, docente e insigne propagador de la fotografía en Chile, quien se hace cargo del texto correspondiente y nos informa que aquel año en que Durandin introduce el autocromo en este lado del mundo, es el mismo de cuando el excepcional invento es lanzado en Francia. O sea, tenemos instalado acá a un perspicaz comerciante o a un apasionado fotógrafo, o a ambos caracteres en uno, que nos ofrece, en cuanto está disponible, un medio de registro y expresión inédito. Gracias a ello, se publica la primera fotografía a color –del propio Durandin– en una portada de la revista Zig Zag del mismo año 1907, extendiendo la primicia chilena a la prensa de todo el continente americano.

León Durandin lideraba un negocio exitoso porque había sembrado una pasión y la había sabido conducir. No era fácil tomar imágenes estereoscópicas y menos aún tomar y revelar imágenes aotocromáticas, de modo que para mantener una clientela asidua era indispensable instruirla, y la transmisión de conocimientos surgía de Durandin de manera espontánea a la vez que rigurosa. En 1903 publica su Tratado práctico de fotografía para uso de los aficionados, que actualizaba en cada reimpresión, permitiendo que sus prosélitos tuvieran acceso renovado a la imagen latente que aguarda en los dispositivos químicos impregnados por virtud de la óptica. Especulaciones sobre las cuales él era un conocedor acabadísimo.
No obstante, la pesquisa de fondo aún pendiente es cuáles eran las urgencias internas que movilizaron a Durandin a fotografiar todo lo que fotografió y que, a primera vista y tal como lo señala Marinello en su texto, no es fácil de clasificar y menos aún de asignar a un estilo o corriente determinada de su época. Cuál fue, en fin, la mirada latente de León Durandin.



Impressions: soleil levant, la pintura de Claude Monet que derivó en nombrar a los impresionistas, fue realizada en 1872, el año en que nació León Durandin. A lo largo de la primera etapa de su vida en Francia, la fotografía se estaba desarrollando a la par con la liberación de la pintura, la cual había sido eximida, precisamente por la fotografía, de su tarea documental. A Durandin le toca vivir un periodo de intensas discusiones alrededor de la imagen –pictórica, fotográfica–, de su rol en la sociedad y de sus opciones en el arte. Por su temprano interés en la fotografía, no cabe duda de que asistió, en 1894, al primer Salón que organiza el Photo-Club de París, fundado por Robert Demachy y Maurice Bucquet, donde pudo haber visto, por ejemplo, las imágenes copiadas en la técnica de goma bicromatada desarrollada por Auguste Rouillé-Ladevèze, la cual permitía intervenir la fotografía asemejándola a la pintura.

Para el artista sensible de la época, los estímulos visuales tuvieron de pronto dos canales de recepción y consignación, en los cuales era priorizada la luz, al punto de que ésta podía determinar el contenido. Pero hay una diferencia fundamental entre ambos medios: mientras los pintores abrían su percepción a lo que pasaba ante sus ojos y lo aplicaban directamente –incluso in situ– con sus pinturas, los fotógrafos intentaban algo semejante a través de una cámara, un lente y un soporte sensible a revelar posteriormente, buscando
domesticar una técnica novedosa, de rol documental, para convertirla en una herramienta expresiva.

Como vendedor y pronto como especialista de las nuevas tecnologías fotográficas, a la vez que artista sensible, León Durandin se desenvuelve en medio de estas digresiones, desde su primer trabajo en París hasta la apertura de su propio negocio en Santiago, incluyendo sus largos años de empleado calificado en la Droguería Francesa. Lo que interesa de todo esto es que, como fotógrafo, tenía a su alcance los medios más conspicuos del oficio, al punto de convertirse en uno de los pioneros –a nivel internacional– en ocupar el autocromo. Esta proximidad a los recursos puede ser muy estimulante, pero también muy turbadora, de no mediar una madurez y una voluntad expresiva que vaya más allá de la experimentación. Son precisamente estos atributos los que nos muestra la obra de Durandin. Al situarla en nuestro país, debemos anotar también que ella proviene de un viajero, lleno de curiosidad e intereses, que vive de la fotografía y se expresa a través de sus cámaras, que está de paso por un territorio extraño, a la vez que fascinante para él, en el cual quizás nunca pretendió perpetuarse, pero donde finalmente pasa casi dos tercios de sus 83 años.

En este país sigue los derroteros de un personaje de sus características, registrando, por una parte, los lugares y eventos que el instinto combinado con el deber de fotógrafo lo conminan a documentar –paisaje urbano y rural; personajes conocidos y anónimos inscritos en ambos; progreso y pobreza; geografía virgen; un terremoto devastador–, pero, por otra, también buscando aquello que su mirada latente lo impulsa a intervenir y hacer suyo con su fotografía. Para ello los argumentos son una mirada europea, formada en la exaltación de la imagen, una sensibilidad acicateada por la nostalgia, una disponibilidad permanente al asombro, y una cultura visual acendrada.

León Durandin nos devela esa mirada latente esencialmente a través de sus paisajes de Peñaflor, en particular aquellos tomados con autocromo (un medio que, por donde sea visto, acaba sirviéndole a él más que a nadie). El lugar no es sólo su retiro familiar, o el premio a su trabajo, o un paraje hermoso en sí mismo, sino el espacio generador de obra íntima para este autor desarraigado; el plató donde hace converger los arquetipos del solaz francés del cambio de siglo con la rusticidad de un territorio entrabado, aunque luminoso, variado, pleno de riquezas en su imprevisibilidad. Si creemos al artista más allá del personaje, lo que más le costó dejar a Durandin cuando decidió retornar a Francia fue precisamente Peñaflor, y ello por el dolor esencial de abandonar el ámbito de su creación personal, lo cual implicaba, eventualmente, abandonar su creación personal.

León Durandin evoca el impresionismo de sus orígenes recabando la luz a través de un artilugio que coincide, en lo técnico, con el puntillismo postimpresionista de Georges Seurat, pero sin restarle la plasticidad emocional a las imágenes. Cuando fotografía en autocromo sabe muy bien cómo será la imagen latente que almacenará su cámara, y es desde este conocimiento que encuadra y compone sus escenas, incorporando, como factores expresivos, la textura del nuevo medio así como su restringida gama de colores. Su mirada latente encuentra en el medio fotográfico el vehículo para impregnar sensaciones y sentimientos, aunque este medio sea también su oficio y su fuente de trabajo, por lo que no se resta a todo lo que él le pide. No obstante, como autor se reserva Peñaflor, algunas escenas compuestas y otros pocos entornos naturales, para desplegar su obra personal.

Mario Fonseca
Santiago, septiembre 2009