lu cor um batt indint: mi corazón late hacia adentro

Detalle de instalacion de Ireneo Nicora

Texto para el catálogo de la exposición "La América" con ocho artistas suizos residentes en Chile, curada por Félix Lazo

Las migraciones modernas reflejan muchas veces los desplazamientos forzados de los orígenes de nuestra especie, sin mayor cambio en los acicates que las inducían entonces: amenazas naturales, necesidad de alimento, y fuerzas invasoras –éstas por lo general en respuesta a las dos primeras, más la codicia, por cierto. La Tierra es actualmente un lugar finito que debe dar cabida y sustento a una población en permanente crecimiento, crecimiento que responde esencialmente al incremento de las posibilidades de vida, aunque no necesariamente a las probabilidades de vida. En una suerte de tautología perversa, hoy en día el mercado necesita aquello cuya satisfacción se resuelve generando una nueva necesidad. La sobreexplotación de un determinado territorio satisface necesidades a la vez que genera la sobreexplotación de un nuevo territorio para resolver la caducidad del anterior. De tal modo que bajo la prístina superficie de los intercambios civilizados de la actualidad subyacen migraciones no ajenas a estos dramas, como pudo ser en su tiempo el avance de los hielos hasta el fin del Dryas reciente, hace 12 mil años, o la peste negra, 650 años atrás. Un poco más cerca, a lo largo del siglo XIX, Suiza llegó a despoblarse de casi un tercio de sus habitantes.

Las causas, de nuevo, fueron semejantes a las que llevan hoy a mucha gente a migrar hacia Suiza. Esencialmente fue el hambre, producto de la segunda revolución industrial y el desempleo y subempleo que ella generó, más las secuelas de sucesivas crisis agrícolas, sumado a la inestabilidad política europea en plena definición de sus identidades sociales y sus anhelos territoriales. Carlos Baeriswyl, uno de los artistas de esta exposición, desciende de inmigrantes que llegaron en aquel contexto a la Patagonia chilena en 1875 buscando, precisamente, tierras para cultivar. Unos años después llegan a Valparaíso los abuelos de Inés Fenner, en un viaje también sólo de ida, como lo hará medio siglo más tarde su futuro suegro. Los antepasados de Rosa Oelckers son inmigrantes alemanes y españoles del siglo XIX, y ella transmuta sus afectos ancestrales a la Suiza de su esposo y adonde residen sus hijas. El abuelo del esposo de Evelyn Rozas, en tanto, vino en 1900 contratado como ingeniero, pero le gustó el país, se quedó y se volvió agricultor. Una migración antes empírica que forzada, que no obstante segrega los vínculos. Más autónoma es la de Urban Blank, quien llegó a Chile por propia voluntad hace poco más de 50 años, en tanto Ireneo Nicora está a un año de cumplir 20 en el país, adonde llegó, como Blank, por vocación aventurera. Jean Piguet, en cambio, siguió hasta acá a su esposa chilena por la urgencia de un nuevo horizonte, y ya lleva 15 años. Por último, nacido en España de padre chileno y madre suiza, Carlos Edwards completa el espectro de la transnacionalidad voluntaria o inducida. Pero es el único que aún no ha estado en Suiza.

Inmigrar a Suiza es hoy algo complejo. Tras su pasado migratorio –y aún persisten más de 600 mil suizos fuera del país, esto es, cerca del 10% de la población propiamente suiza actual–, hoy "Suiza se mantiene fresca en la memoria como un país emblemático para el refugiado. Oficialmente neutral a la vez que lo suficientemente armada como para defender este status, sus fronteras son cruzadas por igual por ingentes fortunas vía internet y mano de obra barata vía inmigración ilegal. Pero más acá de estos extremos paradigmáticos del mundo globalizador respecto al globalizado, en Suiza se hablan, además de los cuatro idiomas oficiales, otros 50 idiomas y dialectos adicionales, principalmente en boca de una población extranjera que suma un 20% de sus habitantes, si bien en su gran mayoría de origen europeo. Al amparo de estas estadísticas, Suiza es un crisol de identidades en proceso de amalgamiento, áspero como cada una de las culturas que intentan subsistir respecto a la otra y desolador como las individualidades paulatinamente anuladas en el proceso. Para la artista suizo-chilena Ingrid Wildi Merino, ella misma a medio camino entre el extrañamiento y la integración, el territorio en el que lleva más de la mitad de su vida le ha ofrecido diversas oportunidades para indagar lo que las distintas existencias convocadas fortuita o forzadamente a vivir en Suiza suelen esconder o evocar en silencio." Esto lo escribí un año atrás a propósito de la exhibición de videos de Wildi en Santiago, cuyo tema central era, justamente, la inmigración en Suiza. Y no es menor que dos de los trabajos más conmovedores de Wildi hayan sido una entrevista a su hermano en un asilo mental allá por la depresión del exilio, y la peregrinación en busca de su madre en Chile.

Mientras el nómade partía en un viaje sin retorno en pos de nuevos espacios y oportunidades de vida, el trashumante seguía amplios recorridos circulares que permitían la pervivencia de sus animales. Incluso siendo fundamental su diferencia, ambos disentían, por vocación u obligación, de la inmovilidad permanente. Una vez más cito a Martin Buber a través de Bruce Chatwin cuando indica "la cultura de la fogata enfrenta a la de las pirámides", al aludir al Éxodo del pueblo judío (¡y cómo han cambiado las cosas!). Para nómades o trashumantes, la Patria –die Heimat, en mayor profundidad–, era una nostalgia, un dolor en el alma, que hoy persiste aun mediando el contacto virtual de la web o la accesibilidad de los pasajes aéreos. Freud, ahora citado por Barthes, afirmó "no hay ningún otro lugar del que se pueda decir con tanta certidumbre que se ha estado ya en él" como el vientre materno, lo cual, más allá del recurrido concepto "la madre patria", Barthes lo refiere a una fotografía de un lugar que no conoce pero que, al verlo, siente que le gustaría vivir allí. ¿Sería acaso éste el móvil de algunas migraciones en el tiempo, en que, no habiendo nada que perder, optan por el ideal? Quién sabe. Urban Blank llega a Chile buscando a los Incas, mientras Ireneo Nicola se prepara para ir a México y termina en Panquehue: pierden el camino mas encuentran un destino. Los ocho artistas de esta exposición, "La América", discurren expresivamente las secuelas de ambas formas de migrar del origen, como el nómade, sin retorno, o como el trashumante, cuyo primer paso de partida puede ser a la vez su primer paso de regreso.

Inés Fenner trabaja en cerámica gres y presenta un conjunto de piezas que representan con literalidad el anhelo de integración de dos culturas, generado en la convergencia de los orígenes familiares y su imbricación en el tiempo. Sus motivos son rurales, aludiendo a la actividad agrícola que conformó los primeros grupos sociales, delimitó los primeros territorios y estableció las primeras identidades. Sobre la escena gravitan dos elementos abstractos ricos de materia que parecen sugerir la inminencia de una tormenta, o el momento en que ella comienza a extinguirse. La pintura de Rossy Oelckers está directamente partida en dos, con un cuerpo inmovilizado a medio camino entre un huerto y otro, entre una montaña en verano y otra en invierno –el Niesen, el Osorno–, simétricas ambas en la equivalencia de las emociones involucradas, y evidentes en la exaltación y el desgarro simultáneos que produce esta dualidad de afectos. El tratamiento del soporte de la pintura, con el lino librado sin bastidor y la unión forzada de las dos telas, enfatiza el drama de la trashumancia perpetua.

Carlos Baeriswyl expone un tríptico que extiende antes que segmenta el paisaje que representa. Los horizontes patagónicos son inconmensurables, como es la intensidad de sus vientos o sus atardeceres de verano, que pueden prolongarse seis horas o más. Incita a imaginar la visión de los pioneros europeos cuando enfrentaron tamañas extensiones, que los conminaron a olvidar sus propósitos de origen e inventar de nuevo el futuro. Como ciertos momentos de la Patagonia de las pampas, la pintura podría ser bicromática: el amarillo del pasto y el azul del cielo; pero Baeriswyl, al incorporar dos horizontes nubosos, nos entrega un relato en el tiempo, una novela anticipada de lo que está por ocurrir y que es a su vez lo que ocurrió entonces, cuando llegaron los primeros. El horizonte de Carlos Edwards es el agua, y por los cuatro costados. Al centro el territorio es una isla y como tal su protección es también su prisión. Las metáforas se multiplican y así como Suiza no tiene mar y a Chile éste lo rodea, también estas carencias o atributos no son sino eufemismos de las utopías maltrechas que jalonan hoy los desplazamientos humanos. A manera de destino ilusorio, el bloque de granito de Edwards flota en el agua y nos asombra, hasta el desengaño. En el otro extremo, las cabezas en madera de Urban Blank parecen ser los tótems ancestrales que presiden la memoria de los clanes. Su consistencia prevalece los avatares del destino; más bien, por el contrario, cada rostro es un carácter y cada carácter es un destino asumido con asertividad, cualquiera haya sido el desenlace. Son gestos que nos señalan al mismo tiempo el instante y su trascendencia, un momento de vida –aunque pueda ser el último– y su inscripción en el libro de la estirpe.

Evelyn Rozas desdobla su clan y evoca en un ritual la presencia de su hijo ausente emulando un espacio de su taller en Zurich. Su gesto artístico prescinde del medio y el lenguaje de su obra personal para desarrollar un conjuro particularmente tangible que lo traslade a él acá y a nosotros allá. Más aún, el conjuro da lugar a que la artista intervenga algunos objetos en ejercicios que combinan el humor con el horror, yuxtaponiendo partes de muñecas desmembradas como yuxtapone pinturas gestuales y mensajes de amplio trazo, en un cubículo que a su vez yuxtapone en el recinto de la muestra. A manera de bisagra multiforme, su trabajo integra proximidad y lejanía, presencia y ausencia, inmigración y emigración. Por su parte, Jean Piguet desdobla como un rollo arqueológico el recuento emocional de su permanencia en Chile, que involucra también todo aquello intangible que trajo consigo desde su nublada Ginebra de luminosas primaveras. Lo que incluye por cierto la obsesión necesaria para desplegar la telaraña interminable de sus transcripciones o las largas líneas de pequeños objetos recolectados o manufacturados por él. Su trabajo conjuga así el tiempo y el espacio, con memorias que se urden en grafismos cuyo transcurso va levantando territorios que bien pueden culminar en la vista aérea de la ruta del nómade.

Cerrando este conjunto de heridas y homenajes, Ireneo Nicora ha preparado una instalación épica de las raíces desguazadas en la migración y el vano intento de trasladarlas en desplazamientos que nunca tienen el destino asegurado. Si la roca es la plomada, al lanzarla la tabla que retiene la memoria se hará añicos; si es la madera el gesto precedente, no podrá moverse por el peso de la roca que la ancla. La voluntad es una suerte de tira blanca intentando dilucidar este oráculo ominoso, en el cual el horizonte negro, espeso e incógnito puede ser lo que aguarda al desplazado, o aquello que lo induce a no volver. El sentimiento íntimo es uno solo y está inscrito en una tabla: lu cor um batt indint: mi corazón late hacia adentro.

Mario Fonseca
Santiago, septiembre 2009