Texto para la exposición "El Tesoro de la Juventud" de Benito Rojo en el Centro de Extensión de la Universidad Católica de Chile, octubre 2012
Hace algún tiempo, durante nuestra infancia y juventud, estar
enfermo permitía resumirnos y meditar por el sentido de muchas cosas a partir
de la fragilidad del cuerpo. Los malestares, una vez traspuesto el umbral de
sus manifestaciones físicas, abrían lugar a las dudas de la existencia y por su
intermedio se desglosaba un universo alternativo de percepción y comprensión
del mundo, marcado quizás por cierto fatalismo pero igualmente estimulado por
las esperanzas del sentido de trascendencia a esos males –por más que sólo fueran
una fiebre, una tos, una vista nublada. Si bien involuntariamente, las
enfermedades nos permitían meditar.
Nos
acompañaban entonces dos medios que estimulaban precisamente la imaginación en
alianza tácita con ese estado semifebril tan propicio para desplazarse por territorios
insondables: las lecturas y la radio. Con ambos, las posibilidades de
ocurrencias inverosímiles eran más plausibles que las que hoy ofrecen los
contenidos empacados y totalizadores de la televisión, o absorbentes como los
medios digitales en soporte portátil, cuya oferta sobrepasa nuestra capacidad
aprehensiva y pretende mantenernos ansiosos por abarcar lo más posible, por no
perdernos nada. En aquel entonces la demanda de atención estaba dimensionada
ergonómicamente a partir de contenidos concebibles y absorbibles por niños y
adolescentes, quienes disponían de más de tiempo para reelaborarlos acudiendo a
generosas dosis de su imaginación instalada. Radionovelas y radioteatros,
libros y revistas, nos poblaban la mente de quimeras y entelequias asequibles y
perfectibles por nuestros propios medios, permitiéndonos deleitarnos en el
proceso en lugar de presionarnos por resultados.
En esos espacios largos y desolados de la enfermedad
transitoria, el conocimiento lo aportaban los libros que nuestros padres nos
ponían en las manos para paliar nuestro desasosiego –y probablemente el de
ellos, ante nuestra ausencia de la escuela. Llegaban así entre novela y novela
los volúmenes de la enciclopedia de la casa, donde a veces perseguíamos un
tópico pero las más nos dedicábamos a hojearlas dejando que los tópicos nos
atraparan. Aún memorizo los tomos del Diccionario
Enciclopédico Salvat, A-ANS, ANT-BEK, BEL-CAR, CAS-CHIV... ordenados como
tal alfabéticamente, así como recuerdo el vértigo que me producía El Tesoro de la Juventud, con sus volúmenes
eclécticos donde los temas venían distribuidos como los capítulos de las
antiguas novelas por entrega.
El Tesoro de la Juventud provenía
justamente de una serie de publicaciones decimonónicas que recogieron y
condensaron el conocimiento disponible para canalizarlo hacia niños y jóvenes
alfabetizados, a partir de la Petite
Encyclopédie de l'Enfance (1817) y la Petite
Encyclopédie des Enfants (1836), derivadas por cierto de la gran Encyclopédie de D'Alembert y Diderot
(1751). La publicación que dio origen al Tesoro
fue The Children's Encyclopaedia del
inglés Arthur Mee, publicada inicialmente en forma de folletos quincenales
entre 1908 y 1910, hasta compilar los contenidos acumulados en una enciclopedia
de ocho volúmenes. En 1915 la editorial Walter M. Jackson publica The Children's Encyclopaedia en
castellano bajo el título El Tesoro de la
Juventud, en ediciones que incorporan énfasis locales, como la versión para
Latinoamérica en la cual participa un cuerpo de autores y editores de la región.
Son sus sucesivas ediciones las que pudimos leer en Chile hasta fines de la
década de 1960.
Benito Rojo convaleció sus gripes, paperas, sarampión, tifus
y demás afecciones al amparo de El Tesoro
de la Juventud. En una de ellas, precisamente un tifus adquirido en un
campamento scout, conoció el alfabeto Morse en el volumen correspondiente, y lo
aprendió para emplearlo en sus aventuras con hermanos y amigos, o para ayudarse
en algún examen con claves difíciles de memorizar. Como para tantos, el código de
los puntos y guiones guardaba un carácter iniciático en paralelo a su
aplicación militar, derivada acá en juegos o ayudamemoria. La síntesis que
implicaba poder convertir palabras, frases enteras, a signos o pulsaciones
mínimas producía una fascinación entonces indefinible por la abstracción, que en
su caso permea eventualmente en los modos de interpretar la complejidad a
través de la pintura, por ejemplo, en conferirle a un trazo y una mancha la
capacidad de representar una idea o una emoción.
Postulando
esa dicotomía virtuosa, la pintura de Benito Rojo se ha desenvuelto en
superficies cargadas de referentes materiales que con el tiempo han devenido en
una singular densidad biográfica. Sobre este territorio que discurre de lo perceptible
a lo recóndito se distribuyen, a manera de signos dispuestos en el firmamento, los
elementos que constituyen el relato de cada obra, sus protagonistas, su clímax,
su desenlace, y en cuyo desarrollo convergen lo pictórico con el collage
–tangible o visual–, así como la figura geométrica y el cuerpo humano, multiplicando
los diálogos entre precisión y volubilidad, entre armonía y tensión, entre lo
concebible y lo concebido. En este contexto inmanente se desenvuelve su
instalación El Tesoro de la Juventud.
En esta
obra, que es una sola dispuesta en forma de una exposición, Benito Rojo trabaja
con el volumen de sus manufacturas y el espacio de la sala en la cual dispone
esos objetos. Los signos Morse, acá devenidos en cilindros y paralelepípedos
pintados en variaciones de rojo, deletrean el título de la obra, en tanto cinco
temas de aquella enciclopedia son consignados en grandes tomos de metal
oxidado. A manera de una representación material de lo que nombran signos,
sonidos o parpadeos luminosos, Rojo le otorga cuerpo a su pintura, manteniendo
improntas estilísticas en las superficies de los volúmenes dispuestos en el
muro o los atriles.
El gran
cuadro es ahora un escenario donde se evoca el sopor de la enfermedad así como
la inefabilidad de su padecimiento, aquélla que en su momento nos permitía la
especulación del Universo. Los libros, enormes y pesados, sugieren aquellos conocimientos
que el tiempo ha erosionado como el óxido que los recubre, remitiéndolos a la
obsolescencia. El sortilegio, en fin, que consigna la memoria pero también la
añoranza por aquel Tesoro perdido, se
despliega a lo largo del muro en los códigos de la raya y el punto, del trazo y
la mancha.
Mario Fonseca
Temuco, agosto 2012